El tren sigue el curso de los ríos N. Thompson, Thompson, y Fraser, que desemboca junto a Vancouver en el Pacífico. La luna, aunque menguante, da mucha luz , y vemos masas de árboles y brillos en el agua fantasmales. Amaneciendo, seguimos atravesando la naturaleza más salvaje. Túneles, bosques de abetos y arces. Huele a aguarrás. Son las seis de la mañana y Beni abre un ojo. El sol ilumina las crestas de las montañas, que se hacen de oro. Va despacio, para el regodeo de viajeros.
Ana y Beni están desayunando café con leche y galletas en el bar. Es el único sitio donde mi hermana puede fumar. Controla sus cigarros porque aquí son carísimos (700 pesetas el paquete, que trae dos cajitas interiores de 12 y 13 cigarrillos). Trata de no sobrepasar el paquete. Mientras, atravesamos un pueblo de casas de madera. Un abuelo desayuna en bañador, en su cerca. Nos saluda sonriente moviendo la mano. A las siete y cuarto empiezan las granjas, con graneros antiguos de madera, grandes aspersores sobre campos de maíz y silos. Más y más maíz. Trenes de mercancías. Contamos uno de 108 vagones. El río lleno de troncos cortados, montañas de serrín. Serbales cuajados de bolitas rojas. Para en Port Coquitlam. Enseguida, Vancouver.
El hotel está muy bien. Nos duchamos rápido y nos vamos a ver los totem poles (postes totémicos indios) de Stanley Park. Nos acercamos al acuario, donde impresionan la orca asesina, la simpática foca peluda, que nada hacia atrás y pone su comida en la barriga mientras es feliz, la beluga albina, el octopusi (esas extrañas aperturas para respirar), el tiburón blanco, la anémona verde, y el cangrejo Fiddel, con una pinza como un guante de boxeo y que anda de lado. En un café italiano nos tomamos unas cervezas con empanada de pollo y verduras.
A las cinco de la tarde, en plena siesta, comemos en un mongol (717 Dehman St.) en que preparan la comida en una plancha circular donde la manejan con palos de churrero. La cosa consiste en una especie de alambre mejicano en que tú eliges los ingredientes y se los das al cocinero. Uno puede coger filetes finos de todo tipo de carne y todo tipo de verduras y echarlos a la plancha. Se hace enseguida, pues todo está picado como el alambre y se come con palillos. También le echan gengibre (nada recomendable), semillas de sésamo o piña en almíbar. Nos cuentan que los mongoles hacen esta comida desde hace 2.000 años. De postre, rodajas de naranja. Luego una galleta cuyo relleno es una frase filosófica.
El centro de Vancouver es movidito y con buen rollo, cosmopolita. Mucha gente joven. Japoneses, veraneantes del vecino Seattle, rubios con pendientes. Las tiendas se salen a la calle con ropa hippie y grunge. Mucha segunda mano. Reservo un hotel en Grenville St. por 8.000 pelas la noche. Vamos de terraza en terraza entre modesnos y punklis. Todos quieren gorronear tabaco, que es tan caro. Estos sitios abren las 24 horas del día, aunque cierran los servicios de noche para que la gente no se meta. En ésta, la de Spuntino, la camarera tiene afeitada la cabeza, excepto una coleta central roja. En un lateral tiene un tatoo con una estrella de cuatro puntas. También lleva unas botas del Doctor Martin que de seguro le estarán cociendo los pies.
Las chicas se van mañana. Hacemos un rápido balance que puede resumirse en que muy bien.
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