El piloto nos mete prisa. Hay que acomodarse lo antes posible si queremos salir a tiempo. Los móviles echan humo. Los últimos mensajes. Subimos a un cielo limpio de nubes. Mi compañero, jovencito, lo graba todo. Apenas leo tres capítulos de Meridiano de sangre, aunque da tiempo a que mueran decenas de mexicanos. En el aeropuerto infinitos pasillos siguiendo las flechas de salida. Se ha hecho de noche. Nuestro móvil nos lleva por caminos entre pinos y carreteras negras con líneas brillantes. Una robot nos va indicando.
Por fin llegamos a Esporles. La carretera se ha cubierto de sombras de plátanos crecidos a ambos lados. A la derecha han encauzado una rambla con unos pequeños puentes en el inicio de las calles. Esperamos a Mar subidos a una ancha acera solada con piedras. Las fachadas de las casas son de color tierra, de las que sobresalen los marcos blancos de yeso de puertas y ventanas. Ella nos lleva por callejuelas sin aceras y luego por un camino asfaltado lleno de curvas y embutido entre muros de piedras. Es tan estrecho que solo cabe un coche, al igual que las calles que hemos recorrido. Pareciera que no existen los peatones en esta isla. Una cancela hecha de maderos retorcidos se ilumina delante. Mar aprieta algún botón y la falsa puerta rústica se abre automáticamente.
La casa es mayor de lo que se podría esperar. Rodeada de pinos, almendros y algarrobos gigantes. Los aspersores mojan el césped. Bajamos las maletas mientras ella mete el coche en un sótano escondido. La piscina refleja las estrellas. Nos saca un rico salmorejo con aguacate, bien frio. La casa tiene demasiada presencia como para mantener una conversación cotidiana. Nos iremos acostumbrando.
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