Sus piezas operan como la metáfora para hablarnos de la creación misma del mundo, esto es, del ser humano. Y lo hace utilizando los procesos cerámicos como laboratorio en que reproducir los ciclos geológicos, las corrientes magmáticas que surgen del centro mismo de la Tierra. Nos presenta, bajo el aspecto de una agradable pieza de cerámica, todo el infierno que oculta la corteza terrestre, el espectáculo horrible de los procesos necesarios que hacen posible la existencia del Paraíso. La obra de Joan Serra invoca los procesos cerámicos, no desde el control absoluto de los resultados, sino desde la colaboración. Como ha sido en la cerámica desde que se descubrió la transformación del barro mediante la cocción, el ceramista propone, pero el fuego dispone. Serra aporta la idea, la poesía; y mediante el conocimiento de los materiales, establece las pautas, para después dejar la última labor creativa a la cocción.
Al límite suceden las cosas que me interesan.
Desde la vitrificación mínima, donde el barro ya no se deshace al contacto con el agua, hasta el paso a un estado de semifusión o fusión, donde la forma pierde el volumen tridimensional y busca estirarse en un intento de ocupación máxima de la superficie y conjuntamente con todas las fases intermedias de temperatura, dan el amplio margen evolutivo de las formas. Dilataciones y contracciones por temperatura, pérdida de volumen por vitrificación, movimientos de la forma por fusión, desplazamientos de la materia sólida sobra fondos inestables,… condiciones que recuerdan su origen.
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