viernes, 26 de abril de 2019

una playa que nos haga felices






Sale el sol por la mañana mientras desayunamos plácidamente en la cafetería Tradicionarius, al otro lado del río. Alejandra nos trae un buen trozo de tarta. Sol y mar funcionan en una playa tranquila sin rascapisos, le digo a Beni. Los dos pensamos en esa pequeña felicidad que a menudo aparece bajo el sol. Sacamos el coche del parking y nos dirigimos a Santa Pola. Paramos en sus salinas, atiborradas de flamencos rosados que, al abrir las alas muestran franjas de un poderoso rojo, blancas y negras.

La playa de Santa Pola, parece un campo recién arado delante de una urbanización. Hacia el sur encontramos unos pinos y una fila de casas bajas mirando al mar, que llaman Pinet. Las casas están vacías y separadas de la playa por unas piedras grandecitas. Parece que el agua llegara hasta aquí. Que el tiempo se hubiera parado hace muchos años, antes del hormigón y el granito. Sentados en las aceras el sol empieza a dulcificarnos y a hacernos sentirnos bien. Paseamos entre las dunas, donde algunas despistadas están tumbadas al sol, y tomo unas notas rápidas para no olvidar este bonito momento. La última casa es un bar, donde hay una reunión de vikingos que van saludándose por oleadas. Con ese ánimo de perpetuar la felicidad pregunto si alguna de esas casas se alquila. No creo, dice el camarero, el mar ya llega hasta ellas, no falta nada para que desaparezcan.

Nosotros, apuramos el tiempo como si ya apenas nos quedara. Un buen sitio para morir, pienso, acariciado por el sol. Pero olvidado este espejismo, seguimos nuestro camino.

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