Teme por los hijos que ha dejado en casa, en especial por el mayor, de 19 años. «Hay decapitaciones por las calles», explicaba Botol recientemente a través de un intérprete. Por eso ella y otro millón y medio de refugiados sirios se han dispersado por Turquía, huyendo de los horrores de una guerra cruenta y del terrorismo del EI. Mientras escribo estas líneas los sirios continúan cruzando la frontera todos los días y hacinándose en campos de refugiados y en ciudades turcas, donde su presencia cada vez más numerosa despierta malestar y antipatía entre los habitantes del lugar.
«Siria ya no existe –afirmó Botol–. No tengo marido, ni hogar.» Piensa quedarse en Turquía. «La seguridad es lo más importante.» Comparte tres habitaciones impecablemente limpias con otros 15 refugiados sirios, siete de ellos niños. No hay muebles. Se sientan sobre colchones y mantas.
La cocina consiste en una pila, un hornillo y una plancha eléctrica para hacer tortas de pan. Nos retiramos allí para hablar porque Botol, por una cuestión de recato, no quiere hacerlo delante de mi colega Paul Salopek. En su periplo de siete años a pie por la senda de nuestros antepasados, Paul se topó de lleno con esta crisis humanitaria. Turquía se ha visto inundada por tal cantidad de refugiados sirios que él y el fotógrafo John Stanmeyer hicieron un alto en el camino para poder relatar en las páginas de este número la crónica de la diáspora.
Botol no quiere hablar con Paul, pero las demás mujeres de la casa –Aklas, Reem y Hella– sí. Sus palabras son un torrente caótico de emociones contrapuestas, pérdidas inimaginables y una palpable sensación de alivio. «Gracias a Dios que estoy aquí –dijo Botol–. Siria ya no es un buen lugar. Esta vida es insoportable. Durísima. Y no creo que mejore, hay pérdidas irreparables.» Según la ONU, en 2013 había 51 millones de desplazados forzosos por todo el mundo, la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial. Son, como Botol, refugiados que huyen del conflicto. Es importante que escuchemos sus historias.
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