
Me duermo con el karaoke. Ducha occidental por la mañana. Un huevo y el té.
Ya en el autobús, recibimos la desagradable noticia de que el viaje dura ocho horas. ¡Ocho horas en este autobús abierto con los asientos de escay! Un gallo canta de vez en cuando. ¡Diario, diario! grita un chavalín que acaba de entrar. Otro niño se entretiene poniéndose billetes entre los dedos como si fuera un cobrador.
El autobús para en un chiringuito lleno de ollas de barro. Venden ancestros, macetas en cáscaras de cocos. Subimos. Iglesias de chapa ondulada. Un negro de reloj de oro se pone nervioso por la lentitud. El caso es que el conductor mete la primera en las bajadas como si anduviera mal de frenos. Indígenas en taparrabos me recuerdan los americanos, uno lleva un ciervo al hombro. Montañas, casas de bambú, fiestas. Maletas desplazándose por el pasillo. Cacerolas tapadas de barro el los patios, jaulas para cazar ranas. Casas de junco en las playas de Uningang, arroz secándose sobre la carretera y el campo de baloncesto y bueyes blancos en Barangay. San José. Casas con paredes de junco trenzado. Santa Fe. Comemos un guiso de carne con arroz. Beni se bebe una Mirinda con la etiqueta serigrafiada. La comida está riquísima.

Cenamos en el hotel entre camareros desconfiados y blanquitos aventureros, acordándonos de los chavalillos simpáticos del pueblo de lata ondulada de ahí al lado.
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