- ¡Ya palmó!
El Nini, entonces, dio media vuelta, se aproximó al cerdo y, con dedos expeditos, introdujo una hoja de berza en el hojal sanguinoliento para reprimir la hemorragia y, finalmente, abrió la boca del animal y le puso una piedra dentro.
Los hombres hacían corro en derredor suyo y las mujeres cuchicheaban más atrás. Se oyó apagadamente la voz de la Sabina:
- ¡Qué condenado crío! Cada vez que lo veo así me recuerda a Jesús entre los doctores.
El Nini procuraba ahuyentar el recuerdo de la abuela Iluminada para no cometer errores. Diestramente forró el cadáver del animal con paja de centeno y la prendió fuego; tomó una brazada ardiendo y fue quemando meticulosamente las oquedades de los sobacos, las pezuñas y las orejas. Se alzó un desagradable olor a chumasquina y, al concluir, el Mamertito, el chico del Pruden, y los sobrinos de la señora Clo descalzaron al bicho y comieron las chitas.
Había llegado el momento de la prueba, no porque el sajar al cerdo fuera tarea difícil, sino porque en esta coyuntura la referencia a la abuela Iluminada era inevitable. Al Nini le tembló ligeramente la mano que empuñaba el cuchillo cuando el Malvino voceó a su espalda:
- ¡Ojo, Nini, tu abuela en este trance nunca hizo mierda!
El niño trazó mentalmente una línea equidistante de las mamas y trazó la bisectriz de la papada al ano sin vacilar. Luego, al dividir delicadamente la telilla intestinal de un solo tajo, le rodeó un murmullo de admiración. El hedor de los intestinos era fuerte y nauseabundo y él los volcó en herradas distintas y, para terminar, introdujo en la abertura dos estacas haciendo cuña.Al cabo, el Antoliano y el Malvino le ayudaron a colgar el marrano boca abajo. Del hocico escurría u hilillo de sangre fluida que iba formando un pequeño charco rojizo sobre las lajas escarchadas del corral.
La señora Clo se aproximó al Nini, que se lavaba las manos en una herrada y le dijo cálidamente:
- Trabajas más aprisa y más por lo fino que tu abuela, hijo.
El Nini se secó en los pantalones. Preguntó:
¿Habrá que bajar al descuartizado, señora Clo?
Ella tomó una herrada de cada mano:
- Deja, que para eso ya me apaño - dijo.
Miguel Delibes en Las ratas. Ediciones Destino. Barcelona 1993.
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