martes, 24 de abril de 2018
badajoz
Atravesamos Alentejo bajo una fuerte e interminable lluvia solo con un limpia en funcionamiento. El rebujo de los camiones no nos deja ver. Finalmente una tregua en la ciudad fronteriza de Badajoz, que mantiene el encanto de algunos comercios locales antiguos e imaginativos y muchos edificios de principios del siglo XX, quizás demasiados vacíos. Por fin las cañas y las tapas. El recepcionista del hotel se emociona al ver el coche en la puerta. Era el coche de mi familia, dice.
La Plaza Alta es una falacia, un decorado donde no vive nadie. Muy agradables los abandonados jardines de La Galera. Una vista a las ruinas de la Alcazaba, desde donde puede verse la ciudad y el río Guadiana. Y un hermoso ejemplar del olmo montano, extraño en en estas tierras bajas. También hay hermosos ejemplares, como la botella de Queensland o esa tremenda y tortuosa Glicinia enramada para dar sombra y alfombrar el suelo de flores, en el Paseo de San Francisco. Una parada en la Plaza de la soledad. Unas cañas en el Dada dibujando una copia en ladrillo de la Giralda u otra de bronce de Porrina. El paseo tranquilo por Menacho y Francisco Pizarro, que es por donde se sale de misa, y un peine con cabello de ángel o un vergara en la Confitería Cubana, de 1890, donde aún puede verse algún anuncio de Kinito, aquel dibujo animado que bebía kina San Clemente.
La lluvia y el fútbol reparte a los paisanos por sus casas o bares. Buscamos uno sin tele para cenar. En el Caesura, en Francisco Pizarro, se cena bien de tapas. Risotto con trompetas, alitas cajún y solomillo con mango. Todo demasiado simple. En la calle no para de llover. Nosotros cerramos el chiringuito.
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