martes, 7 de agosto de 2012
llegamos a edmonton
Atravesamos Saskatchewan por la noche y despertamos en las praderas. Verde relajante, llano. Agua y grandes silos. Granjas, vacas. Los silos de Viking (llamado así en honor a los escandinavos que vinieron en las primeros años de 1900), tierra de búfalos, camino de Edmonton, nuestra próxima parada. Iglesias ortodoxas con las torres terminadas en forma de pera. Desayunamos con una pareja preocupados por lo caro que puede resultar Canadá. Él es estadounidense y su mujer alemana. Ella tiene la nariz respingona y hace extraños esquemas en un cuaderno y él me parece un ligón. Ahora se curra a una pelirroja, y en el comedor, a Ana. Nos cuenta que estuvo en el 61 en España, dos veces en México y otra en Ecuador, y que le gustan los toros, a los que llama bulls.
A las ocho, pasamos por Viking. Volvemos a adelantar una hora el reloj. Más silos en Holden (500 hab.). Parada inesperada en Tofield (900 hab.). Una ambulancia se lleva a algún pasajero. Y, por fin, Edmonton, atravesando N. Saskatchewan River, la capital de Alberta, de 616.000 habitantes. Es una ciudad muy extendida con rascapisos sólo en el centro comercial. Rodeada de árboles y pastos que usan para jugar al golf. Aprovechando el desnivel del valle, en su césped también se celebra estos días el Festival de Folk, junto al Moutard Conservatory, donde tres grandes pirámides de cristal albergan vegetación de las zonas desérticas, tropicales y templadas. En el Museo Provincial, nos enseñan la historia y costumbres de los indios (que ahora forman parte de su pasado) y los bichos de Alberta, entre los que hay algunos insectos vivos bastante desagradables. Comemos en el puente de hierro, un viejo granero que han destrozado con la decoración. Luminoso y agradable. Potaje de verduras superpicante y una birra grasshöpper, bocadillos calientes de pan ácimo y frutas en almíbar. Buen café expreso con música caribeña, que parece la tónica.
La gente se hace comprender, nada arisca, agradable. Una abuela nos recomienda algunos sitios para ver y nos explica que el boleto del autobús sirve para una hora y media, sean cuales sean las conexiones que se hagan. Mucha gente habla español con nosotros: clientes de un restaurante mexicano, un chileno que nos oye hablar por la calle, un camarero, el hijo de un japonés que ha aprendido unas palabras en el cole y un gordito que dice conocer a Severiano Ballesteros.
Hemos pillado una habitación triple barata en el Econo Lodge Downtown, donde nos echamos una siesta que paqué. Por la noche paseamos por la 82 St. Entre la 102 y la 105. Es un trozo de calle lleno de bares de copas que cierran tarde. Mucho mogollón de gente joven que nos quita el muermo de la siesta. Superpintas de cerveza para coger el punto por 400 pesetas. El taxista es un keniata simpático. Lleva 15 años sin ir por su tierra. Mueve las manos y los brazos al hablar sin apenas tocar el volante, con una mirada alegre y afilada. El hotel parece un putiferio. Bueno, simplemente es un hotel barato.
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