De pequeño me llamaba por las noches desde el pasillo. Me levantaba de la cama y abría la puerta. Él me iluminaba. Miraba sus tripas y volvía a cerralo. Así fue durante muchas noches, hasta que cambiamos de casa.
En mi primer piso, una buhardilla de veinte metros con una cocina mínima, tuve que poner uno pequeño de esos que solo llegan a media altura. Era silencioso y servicial, apetecía acariciarlo como a un perro. De alguna forma era el mismo que había en el pasillo de nuestra vieja casa y que me llamaba por las noches. Su aspecto era distinto, pero yo sabía que era él. O, quizá, que estaba dentro de él. Me ofrecía queso, embutidos. A veces ensaladilla rusa. Y siempre leche fresca. Solo pedía que te agacharas un poco a mirarlo. Abrir su puerta era para él relajante, como el que se abre a un buen psicólogo
Con los años conseguí un piso más grande. Y frigo ya era mayor, quizá demasiado mayor. Estaba lleno de estanterías, cajones y un congelador bien grande. Pero ya no hace más que quejarse. Siempre llamando la atención, ya sea con gruñidos como canturreos. En el silencio de la noche, nos despierta a menudo con su melodía eléctrica.
Mi mujer quiere cambiarlo. Yo creo que no es justo, pero me resulta difícil argumentarlo. Es muy celosa y me resulta engorroso explicarle esta relación mucho más duradera que la suya y, la verdad, tengo miedo de que el nuevo, tan tecnológicamente avanzado, ya no sea él.
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