En junio de 1939, mientras los rendidos republicanos huían desesperadamente del país, que ya solo era muerte y destrucción, Salvador Dalí diseñó un pabellón en aras de lo superfluo, del puro entretenimiento, para el New York World’s Fair, la Exposición Universal de Nueva York. Era una especie de casa de feria construida con prisas por el arquitecto Ian Woodner. El edificio se llamóSueño de Venus.
El pabellón, que de una primera idea de ser una representación surrealista pasó a ser únicamente de autopromoción daliniana, presentaba una espectacular fachada llena de huecos y salientes. La puerta principal estaba flanqueada por dos pilares que representaban dos piernas femeninas con medias y zapatos de tacón. A través de las aberturas de la fachada irregular, los visitantes podían ver reproducciones de San Juan Bautista de Leonardo da Vinci y El nacimiento de Venus de Botticelli. La parte exterior del edificio también tenía muletas, cactus, erizos, etc. En el interior, el pabellón ofrecía a los visitantes un espectáculo de danza acuática bajo el agua de dos grandes piscinas, con sirenas y otros elementos también diseñados por Dalí, algunos de ellos, como los maniquís de goma que habitaban la piscina de cristal estaban basados en los grabados del artista del siglo XVII Giovanni Battista Braccelli.En su autobiografía La Vida Secreta de Salvador Dalí, el artista describe sus negociaciones con la corporación sobre el control de la apariencia de su pabellón:
Este pabellón debía llamarse El sueño de Venus, pero en realidad fue una horrible pesadilla, pues pasado algún tiempo me di cuenta de que la compañía en cuestión pensaba hacer El sueño de Venus con su propia imaginación y que todo lo que quería de mí era mi nombre, que se había hecho deslumbrador desde el punto de vista publicitario. Yo no hablaba todavía ni una palabra de inglés, y toda la lucha para imponer la menor de mis ideas debía llevarse a cabo por medio de mi secretario, que sudaba sangre.
Cada día había una nueva explosión. Yo había dibujado los figurines de mis nadadoras, ejecutados según ciertas ideas de Leonardo da Vinci, y en lugar de esto me traían constantemente disfraces de sirena con colas de caucho. Advertí que todo aquello iba a terminar en cola de pez—esto es, mal—. Declaré explícitamente un millar de veces que no quería oír hablar de las colas de sirena que la sociedad quería imponerme a cualquier precio, alegando que yo no conocía la psicología del público norteamericano. Grité, perdí la paciencia—todo mediante mi secretario—. Las colas de sirena desaparecían por poco tiempo y de pronto volvían a reaparecer, como el amargo gusto de ciertos alimentos grasos e indigeribles.
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