Pero en este autorretrato hay otro sentido, al sugerirnos el autor que, al ejecutar el acto pictórico, él ya se ha dado muerte. Cierto que estaba la tradición del "retrato encubierto", en la que el representado podía desempeñar un papel bíblico. Sin embargo, en este caso Caravaggio no se nos muestra como el joven David, que, con una expresión inesperadamente (e inexplicablemente) triste, sostiene ante nuestros ojos la cabeza cortada. La mirada de David, así como la posición de su brazo, nos obligan a dirigir la nuestra hacia el insólito autorretrato, que ha sido separado del cuerpo. La sangre parece gotear aún fresca del cuello, mas en realidad el pintor la ha dejado correr densa por el lienzo, que ha utilizado como si quisiera hacernos testigos de la solidificación y secado de los colores. La decapitación se convierte en una metáfora del acto pictórico, privando de vida al rostro al transformarlo en pintura. En este autorretrato, decapitación y descorporización se remiten la una a la otra especularmente. En el acto pictórico, un rostro se congela en máscara.
Un retrato interrumpe o bloquea el curso del tiempo, ese tiempo que transforma continuamente la expresión del rostro. También para la vida gestual que tiene lugar en las facciones vivas. Todo retrato suscita la doble pretensión de reproducir un rostro individual y, además, representar el rostro, aunque para ello lo único que pueda ofrecer es una superficie muerta. Por eso el autorretrato se rebela contra la máscara. Todos nosotros experimentamos esa máscara cuando, al mirar al espejo, nos vemos congelados en él. Por eso el espejo nos invita con tanta frecuencia a ignorar el rostro, para huir de la máscara que nos devuelve. Un sujeto que se busca en el espejo, encuentra en él a otro. Sólo se puede identificar con él cuando el rostro empieza a moverse en el propio espejo.
Hans Belting en Faces, una historia del rostro. Ediciones Akal. Madrid 2021
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