sábado, 10 de noviembre de 2018
más monasterios y conventos
Hoy quisiéramos visitar los monasterios abiertos de Meteora que ayer no visitamos. El primero al que vamos es el de Varlaam, llamado así por un monje ascético de este nombre que se fue a vivir a lo alto de la roca en el año 1350. En el siglo XVI dos monjes ricos invirtieron en la construcción de un monasterio, con gran dificultad pues solo en subir los materiales se tardaron 22 años. Hoy viven en él muy pocos monjes. El acceso es relativamente fácil, un puente de roca a roca y una escalera escavada hasta la entrada. Allí se pagan tres euros y te dan el sayón para las señoras (conviene llevar también un pañuelo para el pelo y nada de camisetas indecentes). Tiene una terraza chula y una cuba gigante de madera. Pero lo mejor de todos los monasterios es la iglesia, que suele ser el único reducto del pasado, pues todo lo demás está muy nuevo. Allí encuentro un santo famélico en una de sus paredes y un bonito esqueleto en una caja de madera. Me cuelo en un pequeño claustro, del que un joven monje me echa.
El Monasterio del Gran Meteoro está cerrado. Ocupa la altura de una piedra de gran superficie. Hago un dibujo a línea desde la roca de enfrente, donde está la entrada. El de Roussanou o de Santa Bárbara también está cerrado por obras. Sufrió muchos daños en la II Guerra Mundial y los monjes lo abandonaron. Actualmente, ya restaurado, lo ocupa una congregación de monjas. Es de fácil acceso, solo hay que subir unas escaleras de piedra, que se inician en la carretera. Decepcionados, cogemos un sendero que parte de la escalera y nos damos un paseo por el bosque de robles.
El último que visitamos es el que tiene la restauración más aceptable. El primer asentamiento de monjes en esta roca se hizo en el siglo XII. Se construyó del XIV al XVI y actualmente tiene una configuración de los siglos XVIII y XIX. El acceso es más que fácil, solo hay que cruzar un puente. A nosotros nos gusta porque todo es de piedra y madera, manteniendo piezas con curiosos relieves, porque tiene un claustro con arcos de piedra y porque lo habita una congregación de monjas recuriosas que cuidan sus jardines y lo tienen todo como los chorros del oro. La terraza es ajardinada y las celdas rodean al claustro (que es la idea que nosotros tenemos de un monasterio). Después de ser destruido por los nazis, una congregación de monjas lo ocupó en el 66, convirtiéndose en convento. De todos los santos pintados me llama la atención uno con una gran túnica amarilla con flores rojas (¿en este sitio tan austero?) y de las pinturas nuevas, la representación del Infierno como la llama de un dragón gigante donde arden ciudadanos y clérigos, departiendo con algunos demonios con cuernos. También tiene manuscritos curiosos en su museo. Estamos tan ricamente que nos quedamos hasta que nos echan.
Comemos tarde guisote en un restaurante con muy buena pinta y con bastantes clientes no figurantes. La comida no está a la altura del local, ni a la de su precio. Se trata de la taberna Panellino. Para no ir. Después nos tomamos unos cafés en un sitio de jovencitos, en el que hay mujeres. El café está muy rico. Los dulces los compramos en una pastelería vecina. En este pueblo, Kalambaka, no existe el concepto pastelería-cafetería. Son cosas distintas. En España es ya una antigualla, pero pervive en los pueblos.
Mientras Beni descansa y se lava el pelo, yo me voy a ver piedras y dibujar monasterios en unos cuantos balcones solitarios. Un ruso me pregunta a través de un traductor del móvil, y luego llega una pastora con un montón de cabras. Por lo demás, todo es vida apacible y tranquila.
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