lunes, 14 de noviembre de 2016
esperando el tren
Todos los viajes empiezan igual de mal. Madrugón, prisas nervios, colas, esperas. Todos los desayunos sientan mal.
Busco un lugar en la estación donde dibujar las vías, pero los únicos espacios decentes están cerrados, y acabo en una mesa de una de esas cafeterías donde jamás iría si no tuviera que esperar aquí. Son bares sin alma llenos de gente con corbata capaces de joderte cualquier dibujo y hasta el día si uno no llevara dentro esa tonta felicidad que da el viaje.
Pero me siento aquí, delante de una porra congelada y un café requemado. Disimulando un poco mientras pillo a esa guiri del teléfono y el resto de clientes viajeros que se levantan y se sientan y a veces son unos y son otros. Miro a menudo el reloj. Cuando cojo el lápiz se me olvida el mundo y suelo perder la viajera.
Paso la mochila por ese aparato en que un segurata ve nuestras intimidades y me relajo en mi asiento. La gente habla por los móviles, ya estoy en el tren mamá y esas cosas. Abro un libro que me lleva a los antros nocturnos de San Sebastián y Lisboa donde se toca jazz y se ama a escondidas. Miro por la ventana para ver los neones del puerto, pero veo un manto verde con botones y un fondo de montañas azuladas que atravesamos por un agujero negro.
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