jueves, 19 de marzo de 2015
otra vez a santiago
Desayunamos mientras Lisa duerme. Cogemos un colectivo hasta el paradero trece y medio y enseguida un Pullman, el de los asientos duros, nos lleva a Santiago. Arreglamos los asuntos del avión en la calle Huérfanos, cruzando una calle Ahumada llena de gente y de terrazas de ejecutivos que miran descarados a la camarera jamona con las tetas levantadas que contrataron ad hoc. Se molestan cuando les hago una foto.
Vamos en metro a Plaza de Italia y nos adentramos en el barrio Bellavista, entre terrazas paseamos hasta la casa que Pablo Neruda hizo a su amor secreto Matilde Urrutia, con la que luego viviría los últimos años de su vida. Me pongo a dibujar los cacharritos que coleccionaba por amor a los objetos que rodearon su vida, y un guardia me chafa pidiéndome que lo deje. Termino de verla enfadado con la Fundación y con Neruda que los apartó del mundo para él solo ¿Por qué si en Internet pueden encontrarse cientos de fotos de sus casas?
Flipo con esa máquina que en el baño Matilde usaba para alimentar su presunción, pero especialmente con las fotos del velatorio de Neruda en el saloncito de la casa semidestruída y que ella organizó para que todos vieran el allanamiento de los militares de Pinocho. Para que vieran en qué habían convertido el país.
Subimos en el funicular, de principios del sigo XX, al cerro San Cristóbal con unas vistas espectaculares de todo Santiago, rodeado de montañas. Ya abajo, bebemos cerveza de oferta en una terraza. Algunos bares están colapsados de universitarios. Compramos algunos regalos en las tiendas de artesanos y nos vamos a casa de Gisela y Hugo.
El metro está tan lleno que tenemos que ir paseando. Luego, cenamos con ellos en una terraza de la avenida Bulnes, con el fresquito de una de sus fuentes y la agradable compañía de los perros callejeros que aquí alimentan con las sobras.
Paseamos de vuelta con las últimas palabras chilenas que el fresquito de la noche se lleva definitivamente po. A un perro sin movilidad, en las patas traseras, le han adaptado la estructura de un carrito de la compra, como una silla de ruedas, y va caminando con las de delante. Ya en la cama, empieza esa alarma que tortura al vecindario y que responde, según nos cuenta Hugo, a toda esa espantosa cultura que Pinocho y sus amigos de Chicago fueron posando en los chilenos.
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