sábado, 21 de febrero de 2015
el lago general carrera y sus cuevas de mármol
Soltando lastre: dos pinceles, tres rotuladores, un frasco de tinta china, una brújula averiada, dos tornillos de cámara de fotos, unas mallas, dos camisetas, unos gallumbos, unos calcetines, una sudadera de forro polar, un plumas, unos cuantos kilos. En realidad no notamos la pérdida, vamos más ligeros.
La carretera Austral muestra su mejor cara en este tramo del camino. Primero en campos amarillentos con rodillos de heno empaquetado. Paisajes abiertos que me dejan dibujar los picachos del fondo. Seguimos los cursos de los ríos. Impresionante la parada frente a Cerro Castillo, una mole de 2.700 metros que acaba en un grupo de agujas de basalto gris fuerte azulado y que rodean, en la parte meridional, tres glaciares antárticos. Nos vamos demorando, pues auxiliamos un colectivo que pochó y llevamos al conductor con mono y rueda. Seguimos el río Ibáñez que forma una explanada verde preciosa, donde serpentea el río. Huele a azufre, quizás por la erupción volcánica del Hudson, y se hacen bromas sobre el posible origen humano. Troncos muertos. Seguimos el Murta hasta Bahía Murta, y después el Lago General Carrera, el más grande de Sudamérica después del Maracaibo. Impresionante, precioso.
Buscando cómo salir a Chile Chico, entramos en la misma historia: hasta el domingo no hay bus y tenemos que quedarnos dos días. Además, el bus es subvencionado, por lo que tienen preferencia los locales. Nos ponen en la lista de turistas. Somos segunda y tercero, posiblemente podamos salir pasado mañana a las dos de la tarde. Nos apuntamos con un japo al bote que va a las cuevas de mármol.
Masato es un chicarrón nipón de metro noventa que juega al rugby. Los ojos rasgados, pómulos salientes, cejas finas sobre un montante. Labios gruesos. Se ha afeitado el pelo dejándose una parcelita arriba, de la que sale una coleta pequeña que vuelve a sí misma en círculo. A pesar de su ceño fruncido. es el menda más simpático del mundo. Habla perfectamente español, que aprendió en Guatemala, y lleva tres años viajando, descontando las vueltas a su país. Viaja con mochila y carpa (así llaman aquí a la tienda de campaña). Habla maravillas de Irán, muy seguro, gente bonita. Viaja en buses. Conoce gran parte de Sudamérica y Asia, también España. Come en los quioscos de la calle, por eso le gustan tanto los países asiáticos y México y dice que aquí la comida es aburrida, siempre lo mismo, dice, empanadas. Le propongo que coma las colaciones, que también tienen buen precio: poroto, curanto, caldillo de congrio, cochayullo en salsa, carbonara.
Atravesamos el lago hacia el norte. Hermoso paisaje de fondo, pero no podemos disfrutar de la tranquilidad por el ruido del motor (es más tranquilo el bosque, donde solo oímos los gorgoritos de los pájaros y somos incapaces de percibir todo el infrasonido de la putrefacción, todo ese movimiento de animales diminutos en los troncos caídos, debajo de la alfombra de hojas muertas). Después entramos en las cuevas que el agua ha comido al mármol, un mármol blando de unos 320 millones de años, construyendo columnas caprichosas. Para el turismo, les han llamado capillas, iglesias y catedrales, según su tamaño. Las dibujo desde el bote mientras Masato se puso loco con su enorme cámara. Beni está disfrutando, de las cuevas, del lago, del paisaje, del día. Entiende el paso por la Carretera Austral.
Comemos cenamos carbonara, que es un guiso de papas, arroz, cebolla, pollo deshilado, cilantro y zapallo, y un sandwich de pan redondo de carne rica con palta, que es como llaman al aguacate. Beni no aguanta tanto cilantro y se come el sandwich. A mí el guiso me sienta de maravilla. Me comería una repetición, aquí no se pone mucha cantidad, pero te la cobran.
El hospedaje está un poco duro. Finalmente nos cruzamos con una señora que nos mete en su casa. Una casa ilegal, pero bien preparada. Damos una vuelta, intentamos cerrar una excursión para mañana a la Bahía Exploradores, un transporte al mirador. Todo está complicado. El hijo de la Doña de la casa nos llama a alguien, quedamos para mañana.
Paseamos por la costanera del lago. Acabamos en la cervecería Río Tranquilo, donde nos ofrecen café con leche y una pinta de cerveza artesana Arica roja. El local está bien. Me entretengo dibujándolo, se está a gusto. Cuando volvemos a casa, se pone a llover. Llegaron un montón de jovencillas a la casa huyendo de la lluvia, se distribuyen por la casa como pueden, hay colchones por el suelo. Esos ojos de Tío Gilito de la doña resplandecen. Contra lo esperado, no hay guitarras, ni juerga. Nos quedamos fritos.
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