Me parecía que mi vida no tenía demasiado interés y cada dos por tres imaginaba cosas que pasaban y que progresaban como una bola de nieve. Eso era mi mayor afición y mi mayor alegría. Muchas veces me escondía allí, solo para imaginar, en el hueco interior que dejaban las ramas de aquella oliva, sentado en el suelo y apoyado en uno de sus troncos. Allí se estaba bien, mejor que en el hueco de la escalera, al fresco de las patatas que por la tarde había regado, y alejado del mundo.
Cuando anochecía, mi madre me llamaba. El volumen de la voz era cada vez más alto y el tono más preocupado. Su voz me atraía, me empujaba a salir. Pero también estaba él, siempre juzgándonos y con la mano en el cinto.
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