Cuando amanece en Portonovo la arena está fría, la marea baja y millones de pulgas de agua saltan, llenando las playas de serrín. Las gaviotas lloran como niños. Busco piedras hermosas y cristales pulidos por el mar.
Pesado el viaje en furgoneta. Mucho calor. Nos bañamos, Jose y yo, en el río Tera, a las afueras de Santibáñez, el pueblo de Isabel. Los chavales se bañaban en la otra orilla, justo al otro lado del puente. Se ríen de nuestros culos. Me dejo el reloj de cuerda.
Estoy cansado del viaje. Me ofrecen una cama y el Trepa una tienda de campaña avisándome de que no tiene ducha. Duermo en la playa. Sueño que estoy en la guerra y nuestra única misión es machacar cráneos. Hablan de tíos como de una colección de cromos. Cuando la gente empieza a aparecer, me largo.
Un menda de bigotillo en línea y raya a un lado de su lacado pelo pone pasodobles tocados con un órgano Cassio. Luego nos deleita con temas populares tocados con acordeón. Al lado unos catalanes montan una tienda inmensa. Los niños corren dando voces. Hay tiendas con jardín vallado con perritos de plástico sobre el césped. Cuelgan una toalla gigante donde pone: VERANO.
Recupero sustancialmente mi estado a base de albariños en O Refugio. Un señor bebe ribeiro sin piedad, me habla en gallego sobre los berberechos. Digo que sí aunque no hay frases sino una extraña sensación de berberechos y el Milán triangulando. Trato de seguir un camino que no está trazado en un mundo que me desconoce, que me hace sentir ese dulce placer del anonimato al llegar por primera vez a Madrid. Alfonso sigue una vida familiar con un sobrino regordete en brazos.
Cubas donde el Trepa y resaca sobre resaca. La Selva, Fanuca, Miguelón e Isabel lanzando pelotas de baloncesto. Jose habla de un descuido y a Jaime se lo lleva el tren. La cabeza como de otro, recién salido de una operación del Doctor Froncostín. Mi identidad perdida en un rincón de Galicia. Un reloj del 67 y unas papas. Aparecen un marcianos galegos y vuelvo a dormir en la playa. Un día y otro.
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