Después de la siesta, paso la tarde en Los Arcos, donde el tema es una comparativa con Solana. No hay gente para siete bares, dicen, y eso que está el retén, que alimenta a dieciocho o veinte familias. Vienen algunos forasteros de las monterías, todos de verde. Y otros en relación, como los Chumaqui y Juan el de los perros, también de verde. Manolo es un incondicional, con la cara enjuta y surcada, los ojos marcados, el pelo sucio y pegado a la calavera. Casi tan habitual como el Sordo. Allí están siempre con los toros en la tele o el canal de caza.
La juventud: la peluquera con el panadero, la hija de Fernando y Míguel con la pati larga.
La chavalería como locos con el móvil, aprovechando la WiFi, sin beber nada.
Fernando me convida al café, el digestivo de limón y los secos que les traen de Bolaños.
Cuando salgo, ni Dios en el Calvario, ni príncipe enranado en la calle Real, ni un rano en el Charco, ni una luz en las ventanas. En la casa ya han encendido el brasero y pasan la tarde mirando la caja luminosa. Beni pide leche con miel y la Antonia se pone una redecilla en el pelo para dormir, como si de otro siglo se tratara.
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