Amanece lloviendo. Sigo las indicaciones del portero para ir al muelle de los ferrys. Los autobuses tienen una plataforma en el parachoques delantero para dejar las bicis. Está muy bien para trayectos largos como está resultando éste. Logro coger el ferry de las diez y ahora me tomo un café con leche con una supermagdalena en una mesa del barco que navega hacia Victoria. Pasamos entre un grupo de pequeñas islas: Galiano, Mayne, Prevost, North Prender, Saltspring Portland Kanaka y Piers J., hasta llegar a la península de Saanich, a Swartz Bay, al sudoeste de la ciudad de Victoria. Agárrate una silla dice el padre de la familia mejicana. Todas las islas están repletas de árboles, con algunas casas de madera en la costa. Las nubes están más bajas que las cimas, sobre las que brilla el sol. Las islas se superponen, cuanto más lejos más azules y planas (recuerdo, de Veneno, que los cangrejos de detrás deben estar doblemente bien amparados). La costa es rocosa, no veo playas.
Victoria resulta ser una ciudad con un centro histórico de pequeñas casas de ladrillo visto del siglo pasado. Con un bonito barrio chino lleno de tiendas repletas con mercancías amontonadas en la calle. Todos esos tubérculos liofilizados y ese fuerte olor. En el agua flotan los hidroaviones que van a Seattle. Visito el Parlamento (en la puerta una banda china toca el combosero combosero que se va) y el British Columbia Museum, donde me como un puré marrón con patatas fritas en una terraza rodeado de totems y una casa comunal de madera de las que hacían los indios en la costa. Esto que me he jalado y niente c'est la même chose. Tiritando. Me aprovisiono en un super para llevarme al albergue. Consigo una scooter de 50 cc por 20.000 pelas la semana, sin restricción de kilómetros y el depósito full. Compro una bolsa plana que se hincha para 10 litros y unas correas para sujetar la mochila. Existe la posibilidad de una excursión en grupo por la costa oeste, 3 días por 155 dólares, pero no me apetece un grupo en inglés. Iré a mi bola.
El hostel me gusta mucho. Mogollón de cocinas y frigos. Me asignan un estante. Un comedor con muebles de madera pintada, una sala de juegos con ping pong y una sala de estar donde la gente lee en cómodos sillones de orejas. Hay dormitorios masivos y familiares y una habitación a la entrada para dejar las bicis. El ambiente es muy acogedor.
El centro es muy turístico, con carruajes de caballos, carritos-bici, gaiteros disfrazados y otros espectáculos callejeros oficiales. El Museo de las Miniaturas resulta grotesco, la decoración victoriana cursi. Es la hora del atardecer y resulta agradable el paseo. Un chaval baja en un monociclo y un loro al hombro, un rasta toca el bongó y los jóvenes rebeldes tocan la guitarra acústica mientras los pijillos cogen sitio en los restaurantes románticos victorianos. Los postes indios resultan adornos extraños. Flashes. Un perro con una gorra con la bandera de Canadá y gafas de sol. Potante. Salgo del centro. Ni un alma, excepto alguna casa bonita de madera pintada.
Todos nos cenamos estos fideos chinos, y todos nos sonamos a la vez las narices. Un japo empieza con un rollo de estudiantes; pero yo ya me veo mayorcito. El portero controla. Me hago un cubata con Canada Dry Soda de gengibre. Me gusta. Esta bebida se vendía en el quiosco del campo de fútbol de Bolaños cuando yo era chinorri. El japo saca una calculadora y se pone a hacer números. Oigo unos dados. Termino de escribir en el último buche y me voy al sobre. Felices sueños.
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