martes, 21 de febrero de 2012
momias y colibríes en tierra de chachapoyas
Me despierta un pájaro metálico. Voy al baño. Tengo una terrible lucha con un enorme mosquito. Es una pelea desigual: el mosquito enormele contra el increíble hombre menguante.
Al abrir las cortinas aparece Villafeliz con el suelo adoquinado, entre unas montañas tan altas que la última sección se metió en las nubes.
Desayunamos leche de esta más mejor, en tierra de vacas. En esta zona todo es mucho más barato y la gente más agradable. Aún el turismo, muy bajo, no ha hecho estragos.
Un motocarro nos sube a la montaña. Justo en el cruce con el antiguo camino al Lago de los Cóndores (a doce horas en mulo), está el Museo Leymebamba, un museo de la comunidad (sin subvención estatal) con los hallazgos en las ruinas de las dos ciudades (Quintellaqtay y Llaqtacocha) y chullpas (enterramientos chachapoyas) de este lago. Es muy interesante y educativo. Imprescindible para conocer la cultura chachapoya. Contiene una terrorífica sala de momias, con 219, tratadas y colocadas buscando la forma ideal de huevo. Algunos gestos parecen salidos de los relatos de Lovecraft.
Enfrente, nos tomamos una cocacola en el Kentikafé. Es una propiedad grande de un australiano que pone bebederos con agua y azúcar en su jardín y pueden verse tomarla hasta 15 especies de colibrí. Desde un porche chulo de una casa octogonal, uno se sienta tranquilamente y ve a los colibríes de colores metalizados azules, verdosos, rosados y naranjas.
Bajamos caminando y mirando el río Utcubamba ahí abajo, hasta que nos recoge un camión de la leche de Cáritas Perú. Casi en Leymebamba, para el carro para tomarse unas cervezas, pero lo deja en punto muerto y se pone a bajar sólo. Afortunadamente gritan detrás y el conductor corre y consigue pararlo. De no ser así nos hubiéramos estampado o bajado al río a velocidad extrema.
El paseo restante resulta muy agradable. Nos cruzamos con gente con la que intercambiamos saludos. Algunos tirando de un burro o una vaca. Y, detrás de todos, siempre un perro.
Comemos muy mal, lo dejamos por imposible, donde ayer cenamos bien. Hablamos con Ever y Santiago, que quisiera para sí tanto pelo que yo tengo. Le digo que hoy no me quité mi pijama de pelos. Él tiene uno de perro.
Y nos vamos en bus a Tingo. El camino es siempre pegadito al río, en un verde, fértil y estrecho valle encajonado en desfiladeros y gargantas. Una pasada de rebonito. El paraíso.
Bajamos en Tingo Viejo y nos quedamos en el Hostal El Tingo, con un patio muy bonito de madera parecido al Corral de Comedias de Almagro, pero la cara del escenario es una pampita que atraviesa el río. Lo lleva una familia con un montón de críos y una abuelita. Se tiran globos de agua unos a otros hasta empaparse. La culpa es del Carnaval dice la abuelita ¿a ustedes no les gustan los juegos?
Tanto verdor trae mucho mosquito. Al poner la mosquitera, tiramos el neón circular del techo, que da en la nariz de Beni, que se asusta al quedarnos sin luz y el golpe... y la sangre. Al final se le corta enseguida y la nariz se le hincha un poco. Bueno, un accidente, un poco de mal rollo.
Ya en la cama, se oye el río y le digo a Beni que esto es un lujo; pero Beni no ve estrellas michelín por ninguna parte.
En esta región, la sierra norte, hemos llegado al mejor momento del viaje, que es aquél en que uno entiende a los peruanos y se siente casi parte de ellos, al menos más que de los gringos. La gente ya no te pregunta de qué país eres, sino de qué parte eres, suponiendo que eres peruano. Uno ya no va preguntando precios, pues ya los sabe, ni usa expresiones que les choquen mucho. Incluso ya nos tratan con cariño, los niños nos tocan y quieren saber, no quieren que nos vayamos. Es el punto de inflexión maravilloso en todo viaje, y que, por desgracia, suele ser al final, en que uno se siente feliz. El viaje nos enseña, nos transforma, nos engulle y, finalmente, nos regala la dicha de conocer y relacionarse. ¡Que siempre fuera así, que nunca perdamos la dicha de viajar!
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