miércoles, 29 de febrero de 2012
la muerte de er güishi
Encuentro un país devastado por la guerra. Triste, miedoso, escondido, ruin. Lleno de tocados del ala, heridos y muertos.
Uno de ellos es Er Güishi (cuya traducción es algo así como El Chilanque), en la pequeña Calle de la Fe, de Lavapiés. Un bar de ambiente agradable entre libros y partidas de ajedrez. Bonito mobiliario y precios razonables. Su especialidad eran los molletes tostados, ese pan redondito que ponen en algunos restaurantes.
La historia empezó hace cuatro años, cuando la policía entró en el local y encontró a un tipo fumándose un porro. Denuncia y, ahora, sentencia firme: cierre por seis meses. ¿Seis meses pagando el local y a los empleados sin ningún ingreso?¿Quién quiere el traspaso de un negocio que ha de estar cerrado medio año? En fin, que cerrará irremediablemente y los dos camareros se irán a la puta calle, como tantos otros en este país. Un porro tiene la culpa. Demasiado duro. Demasiados cadáveres.
lunes, 27 de febrero de 2012
huesitos de santos, agua y adiós a lima
Paseo solo mientras Beni descansa. Esto es el final. Hoy subo Cailloma hasta la casa del Inca Garcilaso, con la que chocas, una casa colonial con fachada azul y blanca, balconadas de madera super labrada y hasta cúpula. A la derecha está una de las calles más bonitas de Lima. En la siguiente manzana la Plazuela de Santo Domingo, simple luse linda. Me gustaría subir a la torre de Santo Domingo y dibujar la ciudad, pero sólo puede ser en visita guiada y no me deja demorarme. Me entretengo en el primer claustro, con dos altas magnolias. En este convento dominico están los huesos de los santos peruanos Santa Rosa de Lima, patrona de los enfermeros, y San Martín de Porres, primer santo de color, al que aceptaron después de un training de ceniciento. Luego lo llamaron Fray Escoba. Desde arriba dibujo el cerro de San Cristóbal, un barrio pobre y amontonado con una cruz arriba.
Pasamos la tarde tirados en una terraza de gringos, junto a la Plaza de Armas, esperando se amanse el rey sol. Hace un día horrible de calor. Vamos al Parque de la Reserva, junto al Estadio Nacional, a pasar el resto de tarde bajo los árboles y el agua de sus fuentes, muchas, donde los limeños se hacen fotos y se meten debajo para regocijo de jóvenes y mayores, ya empapados. Allí vemos una expo impresionante de algunas de las doce mil fotos que hizo Bingham en su segunda expedición al Machu Picchu. Hermosas panorámicas con las nuevas cámaras que kodak le regalara y que en 1913 publicara National Geographic (sus grandes mecenas). Impresionante el trabajo de limpieza de la vegetación y los resultados finales. Y una de 1915, de cómo lo volvió a encontrar otra vez tapado por la vegetación (actualmete 60 operarios lo mantienen para que esto no suceda). Este choque supuso que Bingham callese en una profunda depresión y no volviera hasta 1948.
Todo el mundo está alegre menos nosotros. Esto se acabó. También para vosotros.
Un taxi nos lleva al aeropuerto. Controles y controles, precios abusivos y largas esperas. La misma puta historia gringa de siempre.
domingo, 26 de febrero de 2012
chinen limaos, mugre y pisco sour
Paseamos nuevamente, Pierola hacia Abancay. Una torre con un reloj en el Parque Universitario. Las peluquerías populares y tiendas de sellos en Abancay. Miro los modelos, son todo cauchos de dibujos infantiles, de cuadernos de primaria. Gente ofrece su máquina de escribir abajo de los ministerios. A la altura de Ucatali el Mercado Central, con un montón de tufos confundidos donde domina ese olor a carne que no se conserva en frigo. En una de sus esquinas, la puerta de entrada al Barrio Chino, una entrada triple con tejadillos verdes de teja vidriada. Al más puro estilo pagoda. Me gustaría dibujarla, pero hay mucho follón y el sol está arriba del todo. Me pego al mercado, le pido la banqueta al de una tienda y paso de todo el movimiento que hay alrededor. Muchas mujeres usan los paraguas de sombrilla. A la sombra de la puerta, una ciega canta con micro la canción más triste del mundo, mientras su hija ciega mueve la cabecita a su ritmo. Lloraría con gusto.
La calle de recepción al Barrio Chino es peatonal y embaldosada. Cada baldosa roja tiene grabadas unas fechas y nombres, por nacimientos, por bodas, por cumplir muchos años. En el centro lucen los animales de su horóscopo. Los bancos están techados con tejadillos verdes, como los de la puerta. Las farolas tienen forma de pagoda. Todo es un inmenso mercado.
Cuando en el siglo XIX se abolió la esclavitud, los hacendados de la costa sur lo aceptaron a cambio de esclavizar a los chinos. Ellos han aportado mucho a la cocina peruana, donde muchos platos traen la carne picada y frita en wok. Los restaurantes chinos en realidad son chino-peruanos, y se llaman chifas. Para los peruanos es una opción más, y no usan palillos. El plato estrella es el arroz chaufa, parecido, pero más rico porque lleva salsa, al tres delicias. También hacen ceviches y su comida suele llevar ají o coroto. Pica, como la comida peruana.
Muy cerca de los exagerados y enrevesados balcones de la Cancillería, está el Museo del Banco Central de Reserva de Perú, con cerámicas de las antiguas culturas de Perú: Chavín, Paracas (precioso pájaro), Virú (de donde viene Botero), Mochica, Vicús, Recuay y Nasca (mis dibujos y colores favoritos), Cajamarca, Wari, Chimú, Chancay, Ica Chincha e Inca en el sótano, junto a las cajas fuertes. Y en el primer piso una muestra pequeña del arte popular. La pinacoteca está cerrada.
Comemos en la calle Ica 153, La Rejita Chiclanaya, donde nos comemos un tiradito de pescado, perico, con salsa amarilla, choclo y camote, riquísimo. Es pescado marinado en limón, como el ceviche, pero en tiras y con distintas salsas. En Arequipa lo probamos con una salsa de aceitunas. El restaurante está muy bien. Vemos que tienen la tortilla de raya típica de Chiclayo, igual venimos a cenar. Después de comer me tomo una piña colada. Beni una crema volteada deliciosa y yo remato un helado de hielo de granadilla, semejante a un coyote, a falta de marcianos.
Nos vamos. Cuando nos damos cuenta, estamos en el sitio de partida. Parece que hemos entrado en un bucle espacio-temporal. Hemos conseguido la eternidad; pero una eternidad sucia y mugrienta. Todo cuesta.
Subimos la peatonal Jirón de la Unión, que va a tope, nos despedimos de la Plaza de Armas, sólo transitable de noche pues no hay árboles, sólo unas cuantas palmeras. Llegamos a la Alameda. A la Fiesta del Chilano y el Pisco, se han añadido músicos y cantantes. Es una verbena. Me tomo un pisco sour en una mesita y oímos y vemos cómo bailan. Son canciones tipo Chabuca Granda, que trajo a España María Dolores Pradera. Agradables. Dibujo hasta que la presión es fuerte por ocupar una mesa sin bebida ya.
Recorremos los corros. Alguna cantante de la famosa cumbia andina, que es circular, repetitiva, un gracioso que cuenta que está mal de la salud, toda la noche salud! salud!
Plazuela de Santo Domingo, nuestra favorita, e Ica para comernos esa tortilla de raya, que se malogró pues está cerrado.
Cenamos desacertadamente en un chifa, chicharrón de pescado. Rico el pescado, pero sólo el pescado.
En la Plaza de San Martín hoy se levanta un abuelete airado. Sólo una persona acabará con el narcotráfico y todos esos malditos drogadictos. Esa persona soy yo (risas). Hoy no mola el banco reivindicativo. Nos aburrimos como la llama de las fotos, que da penita. Nos vamos a casita. Ya queda demasiado poco para volver a España.
sábado, 25 de febrero de 2012
lima, alrededor de san martín
Comemos en el Cordano, un clásico, causa y una tortilla de verduras riquísima, y hacemos una larga sobremesa con Inca Kola helada para dibujarlo con calma. Damos vueltas por aquellas calles y luego nos echamos una siesta.
Salimos justo para ver la última sesión del IIº Festival Internacional de Clarinete en la primera sede del Conservatorio Nacional de Música. Tocan el guatemalteco Sergio Reyes y el belga Ronald van Spaendonck. Me pongo a dibujar a lo Santiago Ríos. Sólo que destrozo la punta del rotu gordo para conseguir doble imagen que le de cierto movimiento. También dibujo al público.
Salimos, la peatonal de la Unión o la Merced está bonita llena de gente con los comercios cerrados. Hay
sólo pequeños vendedores de cosas raras como ratas de un increíble realismo. En la Alameda está la feria del chilcano (un combinado con pisco) y el pisco. Nos comemos un chicharrón de chanco con cebolla y yo lo riego con un chilcano de a medio litro que me pone contén. Y a luego nos zampamos una leche asada que es como un flan casero. Unos de Arequipa me preguntan que si soy de allí, que tengo el acento. Esto es preocupante.
Paseamos despacito con el fresquito de la noche. Cada cual se monta su show. En San Martín el banco de las reivindicaciones tiene cola, y es que el mundo está mu malismamente mal repartío. Un medigo hace un cuaderno pintando con un rotulador gordo sobre un fotomontaje de poíticos. Me gusta, le pido que me lo enseñe y me regala una fotocopia que tiene para estos menesteres de la cosa de la propina. Los violines descubren la rendija de los cuartos. Se malogran. Yaah.
viernes, 24 de febrero de 2012
entre pimentel y chiclayo
Sueño que los colegas me han jugado una mala pasada en este hotel acristalado de un rascacielos de Dios sabe dónde. En un descuido me han dejado toda la cuenta de las copas y el montante es una pasada. Necesito tranquilidad y pido tabaco al elegante camarero, que me trae en un platillo de plata un solo cigarro Hamilton azul, junto a un mechero atado con un cordelillo, como en los quiosquillos rodantes de Perú.
Desayunamos muy ricamente en el porche del hostal Garuda. Beni tiene la nariz verdosa amarillenta. Volvemos a la leche concentrada libre de lactosa semidesnatada para gringos concienciados. Estos que se ponen a escribir postales, mientras los críos suben por las barandillas como gatillos morenos de pelo lacio. Lo bueno de las postales es que uno las escribe cuando está a gusto y, necesariamente, son breves. Transmiten felicidad. Yo suelo comprarlas, escritas, en mercadillos y librerías de viejo. Me gusta leerlas.
La marea ha bajado tanto que se ven muchos metros de arena húmeda y muchos peces muertos y algún barco encallados. Familias enteras se apretujan bajo las sombrillas, carritos venden tajadas de sandía (de éstas ovaladas), descargan sacos de contrabando del Ecuador, los motocarros traen los quioscos portátiles de raspadilla y tortitas de choclo. Los caballitos de totora vienen cargados de peces, los exponen tumbados dando, con la boca abierta, las últimas bocanadas.
Nos sentamos en nuestro quiosco favorito. Los surfistas se echan al agua y empiezan a coger olas. Dos tortitas de choclo y un vasito de cebada que me sabe a café. Nicolás y Lis nos saludan. Una señora amenaza con irse porque hay moscas. Es a nivel nasional señora, busque una playa sin moscas en todo el Perú, dice José. Cuando nos levantamos para irnos, Valentina nos dice: no se apuren señores, sientense. Ya nos vamos a Lima. Nos damos las manos, nos deseamos lo mejor. Lo mejor para la gente buena repartida por Perú.
Pillamos asiento cómodo para Chiclayo en combi. Paseamos por la Plaza de Armas, por la sombra. Al sol no hay quien aguante. Por el Mercado Modelo, el más grande de Perú. Cuadras y cuadras de puestos bajo sombrillas. Frutas, carnes, pescados, ropa, zapatos, relojes, artesanía, novelas de verano, marcianos, selulares libres de bloqueo, pegamosca para la mosca, música y videos evangélicos, cuyes, conejos lánguidos, codornices mechadas, pavos, perros incas con pelo sólo en la cresta. Me gustan los zapatos de segunda mano arreglados, mantienen la belleza del paso del tiempo con lustre. Cepillan las mazorcas moradas, quitan las uvas pochas de los racimos.
Buscamos aire acondicionado y nos metemos en un sitio pijo, donde un abuelo se pide un vaso de agua y se echa una siesta que paqué. Miro el periódico español y veo que estos chicos ya se han puesto a dar palos. No dan ganas de volver, pero los días se acaban y empezamos a interesarnos por España.
Paseamos al bajar el sol. En las plazas se ven hermosos pretinos, un precioso árbol parecido a la ceiba muy común en los bosques secos tropicales de esta región. Oigo una canción de letra graciosa, que me cuentan es de Saña, un pueblo de gran tradición afroperuana, descendientes de esclavos que cantaban canciones eclesiásticas con las letras cambiadas:
Y me dan unos nombres para buscar en internet: Cristian y Abel Colchado, Juan Leiva, Brando Briones.
Nos vamos a la terminal. Dibujo en la espera. Los asientos son impresionantes. Atravesamos montañas y dunas de arena, y pueblos polvorientos en un profundo sueño.
Desayunamos muy ricamente en el porche del hostal Garuda. Beni tiene la nariz verdosa amarillenta. Volvemos a la leche concentrada libre de lactosa semidesnatada para gringos concienciados. Estos que se ponen a escribir postales, mientras los críos suben por las barandillas como gatillos morenos de pelo lacio. Lo bueno de las postales es que uno las escribe cuando está a gusto y, necesariamente, son breves. Transmiten felicidad. Yo suelo comprarlas, escritas, en mercadillos y librerías de viejo. Me gusta leerlas.
La marea ha bajado tanto que se ven muchos metros de arena húmeda y muchos peces muertos y algún barco encallados. Familias enteras se apretujan bajo las sombrillas, carritos venden tajadas de sandía (de éstas ovaladas), descargan sacos de contrabando del Ecuador, los motocarros traen los quioscos portátiles de raspadilla y tortitas de choclo. Los caballitos de totora vienen cargados de peces, los exponen tumbados dando, con la boca abierta, las últimas bocanadas.
Nos sentamos en nuestro quiosco favorito. Los surfistas se echan al agua y empiezan a coger olas. Dos tortitas de choclo y un vasito de cebada que me sabe a café. Nicolás y Lis nos saludan. Una señora amenaza con irse porque hay moscas. Es a nivel nasional señora, busque una playa sin moscas en todo el Perú, dice José. Cuando nos levantamos para irnos, Valentina nos dice: no se apuren señores, sientense. Ya nos vamos a Lima. Nos damos las manos, nos deseamos lo mejor. Lo mejor para la gente buena repartida por Perú.
Pillamos asiento cómodo para Chiclayo en combi. Paseamos por la Plaza de Armas, por la sombra. Al sol no hay quien aguante. Por el Mercado Modelo, el más grande de Perú. Cuadras y cuadras de puestos bajo sombrillas. Frutas, carnes, pescados, ropa, zapatos, relojes, artesanía, novelas de verano, marcianos, selulares libres de bloqueo, pegamosca para la mosca, música y videos evangélicos, cuyes, conejos lánguidos, codornices mechadas, pavos, perros incas con pelo sólo en la cresta. Me gustan los zapatos de segunda mano arreglados, mantienen la belleza del paso del tiempo con lustre. Cepillan las mazorcas moradas, quitan las uvas pochas de los racimos.
Buscamos aire acondicionado y nos metemos en un sitio pijo, donde un abuelo se pide un vaso de agua y se echa una siesta que paqué. Miro el periódico español y veo que estos chicos ya se han puesto a dar palos. No dan ganas de volver, pero los días se acaban y empezamos a interesarnos por España.
Paseamos al bajar el sol. En las plazas se ven hermosos pretinos, un precioso árbol parecido a la ceiba muy común en los bosques secos tropicales de esta región. Oigo una canción de letra graciosa, que me cuentan es de Saña, un pueblo de gran tradición afroperuana, descendientes de esclavos que cantaban canciones eclesiásticas con las letras cambiadas:
Estaba Santa Lucía
bailando con San Alejo
y el demonio le decía
Ajusta viejo cangrejo.
Nos vamos a la terminal. Dibujo en la espera. Los asientos son impresionantes. Atravesamos montañas y dunas de arena, y pueblos polvorientos en un profundo sueño.
playas de pimentel
La playa se va llenando poco a poco. La marea está baja y hay una franja inmensa de fina arena. Tan grande, que han colocado restaurantes móviles junto a las sombrillas y hamacas con toldos. En unos de ellos nos instalamos. Bebemos cerveza e Inca cola con unas tortas de choclo y ceviche de tapa. Es una playa popular, divertida, alegre. La gente se tapa con la arena para hacerse fotos. Llegan barcos con pescado, y se amontonan a comprar. Entran las/los bicicarros y cargan. Nuestra mesera me dispensa Hamilton por unidad, mientras dibujo la familia al completo y a algunos clientes. Hay peruanos de todas las edades y gringos de muy pocas. También hay carritos de helados y marcianos, niños vendiendo chuches y figuras horrorosas hechas con conchas, y algún brasilla peruano de esos que vienen de los USA y ahora viven al lado de los famosos y todos los días van a un concierto en Florida. Insoportable la clase media peruana con aires de grandeza. La clase alta, ni la hemos visto.
Esto es el Paraíso, dice el ardiente brasilla, y lo parece. El muelle se perfila más largo que en Huanchaco y la gente se lo pasa mejor. Cuando nos retiramos, cientos de niños brillan entre la espuma.
Visitamos la casa del héroe nacional y capitán piloto José A. Quiñones, que viviera aquí 25 años y murió joven en el conflicto de 1941 con Ecuador. Nos lo enseña un oficial de la base aérea cercana, mientras un soldado se aburre haciendo guardia en la puerta. Hay fotos de Quiñones de niño y su vuelo invertido de graduación. Su cama, las tazas de café, la cubertería. Es interesante ver una casa de principios del siglo XX. Muy abierta, sin puertas (aquí nunca hace frío), y con los techos muy altos.
Cenamos ceviche con pescado, cangrejos, mejillones, pulpo... echamos de menos las algas, y de más el rocoto, que acabará con nuestro estómago.
El héroe nacional José Abelardo Quiñones, inmolado en el conflicto del 41 con Ecuador y que vivió durante 25 años en Pimentel, aparece en los billetes en curso de 10 nuevos soles. En el más reciente (arriba) sólo en el anverso y en los más viejos, en el anverso y en el reverso, haciendo su pirueta característitica y que ya emplease en su graduación: el vuelo rasante invertido, a 150 centímetros del suelo.
jueves, 23 de febrero de 2012
chachapoyas con perdón
La calle peatonal es digna de ver, así como todas las céntricas, de casas blancas con bonitos patios de madera y balcones pequeños y trabajados en colores verdes, marrones o rojos, también de madera. El mercado permite una panorámica de todos los puestos de fruta, desde arriba, bastante interesante y colorista. Nos presentan una nueva fruta, para nosotros, el noni. Es como una patata con forma de cacahuete y decorada con caliches cuidadosamente. No la probamos, la usan para jugo, pero siempre mezclada pues tiene un sabor extraño.
Nos sentamos en la plaza y dibujo a la gente desganado. A las siete cogemos un bus semicama a Chiclayo. Cenamos y luego nos dormimos. A veces se oye una bebé berrear. ¡Angelitos!
martes, 21 de febrero de 2012
kuélap
La nariz de Beni amanece muy bien.
Después de diversas averiguaciones, llegamos a la conclusión de que hay tres formas de llegar a la ciudad chachapoya de Kuélap: 1. Andando por un camino de nueve kilómetros con un desnivel de 1200 metros y que sale del río en Tingo Viejo. Ellos calculan de cuatro a cinco horas la subida. 2. Subiendo a Tingo Nuevo y allí esperar que las combis de turistas que vienen de Chacha (ellos llaman así a Chahapoyas, supongo que para no parecer groseros) traigan plazas libres. Y 3. Comprando una carrera de taxi que, regateando, puede costar cien soles, unos treinta euros, desde aquí una pasada.
Buscamos compañía para subir en taxi y así nos cueste la mitad; pero los tortolitos de Cusco ya han elegido la opción 1. Nosotros la opción 2, y si no hay plazas, pasar a la 3. Esto significa madrugón, subida de media hora y espera en la plaza de Tingo Nuevo. Es un pueblo reciente y, por tanto feo, que se hizo después de que el río Utcubamba creciera e inundase todas las viviendas de Tingo Viejo; por eso ahora hay una valla protectora de hormigón entre la calle y las casas, con unos escalones a ambos lados.
Pues aquí estamos, delante de un montón de animales recortados en el seto, esperando algún carro que no llega. Ni uno. Intentamos en un camión, pero se queda cerca. Después de dos horas de espera, pasamos a la última opción. Levantamos a un taxista de la cama y nos ponemos en ruta por un camino embarrado, comido en algunos tramos y de vértigo, que este señor debe conocer a la perfección pues va bastante deprisa.
Después de hora y media, pues hay que recorrerse el valle de punta a punta por las dos caras para llegar a la montaña que teníamos enfrente, llegamos. No hay nadie excepto nosotros y el cobrador de impuestos. Ni un carro. Los puestos turísticos vacíos. Sacamos los boletos y subimos una escalera de un kilómetro entre árboles. Nos dan un plano de la ciudad. Llegamos a la cresta de la montaña, a la izquierda vemos un valle, a la derecha otro.
Enfrente una muralla de piedra amarilla de forma ovalada, de 6 a 12 metros de altura, y tremenda sobre la que ha crecido mucha vegetación. Es una fortaleza construida entre el 900 y 1000 que ocupa la meseta de la cumbre, a 3100 metros. El vigilante nos pide los boletos y nos da instrucciones, se han acabado los trabajos, estarán solos.
Entramos por la puerta tres, una apertura por la que sólo cave una persona o una llama, un tajo vertical en la piedra. Subimos las escaleras de piedra y arriba... el pasote. Mogollón de muros circulares comidos por la vegetación, más murallas, un torreón. Cada círculo es una de sus más de 500 viviendas que albergaban unas 3500 personas De dentro a afuera no se ve la muralla , pues es una terraza desde la que se ven ambos valles, como si un castillo de arena lo rellenamos por dentro.
A la altura de la puerta dos, aparecen los tortolitos del Cusco, que acaban de llegar, exhaustos, después de seis horas de subida. También un chavalín que pasta aquí sus llamas. Ya no tengo material y saco las acuarelas, los colores que me quedan, y me pongo a dibujar, mientras Beni se pierde entre árboles y muros completamente alucinada. A veces grita ¡mira aquí! pues al adentrarnos entre los árboles la cosa se pone cada vez más interesante. Estamos excitados, como si de golpe la ciudad fuera a desaparecer. Beni quiere que lo dibuje todo, pero le ruego que se calme, que lo disfrute.
Cerca de la puerta que han asignado a la salida hay un rodal de casas circulares muy enteras, donde pueden verse sus dos pisos, el aljibe, el hogar y las piedras de moler. En esta parte se ha reconstruído una casa entera con el tejado de paja muy empinado, tan mal que han tenido que poner contrafuertes de madera para que no se caiga. Más adelante está el tintero, un cono trucado invertido, donde se hacían las ofrendas. Llega un grupo de franceses. Beni y yo nos perdemos pisando raices, tocando el liquen de las piedras. Prefiero esto que la puesta en valor de arqueólogos y arquitectos, que el triunfo del hombre. Esto a la impoluta presencia de Machu Picchu.
Cuando bajamos se pone a llover. Hay más barro de vuelta y sólo queda confiar en la pericia del chofer. A veces paramos pues un camión está cargando papas para la selva. Los márgenes del camino están llenos de sacos de papas, que aquí se cultivan arriba. Las llevan a la selva y traen fruta y coca. Llegamos a tiempo de coger el bus a Chacha, que esperamos con María, que no quiere que nos vallamos y nos ofrece la noche gratis. Quiere que nos quedemos a la fiesta de Carnaval, que nos disfracemos con ella. Ustedes no son españoles dice, son peruanos. Ella quiere haser la carrera de actriz, después iré a España. Nos cuenta que Tingo Nuevo es un pueblo aburrido. La bulla, el alma, se quedó aquí.
Esto se alarga porque los carros vienen llenitos y no habrá cómo ir a Chacha, pero suerte un taxi que trajo contrabando y vuelve vacío. Sólo cuatro dise, y nos metemos seis y luego en el camino una mami y su bebito que llueve y no hay carritos amigo. Llovió bestia allasita arriba y baja el agua salvaje. Corre fuerte amigo con cuidado sólo una mano pues la otra siempre ocupada con la radio, el selular y la santiguasión delante de cada cruz. Y así tiene el carro embarradito de no ver la chapa. Malogró la manguerita y pierde petróleo que dos galones ya donde antes uno solito. Paramos amigo, se malogró el viaje, que el río saltó la carretera llevando piedras del derrumbe y no se puede crusar. Después de media hora, alguién entró con las botas y le paresió bien. Ahora un carro llenito se aventura a crusar. Con éxito. Todos en movimiento. Cuando cruzamos toditas se pusieron a resar, y pasamos. Sólo veinte minutos amigo de carretera asfaltada (las carreteras de tierra son afirmadas). Sólo que muchos derrumbes y llenita de piedras con cuidado amigo que bestia fue l'aguasita allá arriba. Yaah.
Nos deja en la Plaza y allí mismito cogemos el Hotel Plaza, buena pieza con baño, agua caliente, televisión y wifi, en otro patio como corral de comedias, que aquí son así. Cenamos de maravilla ternera encebollada, en tierra de vacas.
Sobre la cultura chachapoya, sus enterramientos y la ciudad de Kuelap, existe un estupendo documental de rtve que puede verse pinchando aquí. Y un artículo interesante aquí.
Después de diversas averiguaciones, llegamos a la conclusión de que hay tres formas de llegar a la ciudad chachapoya de Kuélap: 1. Andando por un camino de nueve kilómetros con un desnivel de 1200 metros y que sale del río en Tingo Viejo. Ellos calculan de cuatro a cinco horas la subida. 2. Subiendo a Tingo Nuevo y allí esperar que las combis de turistas que vienen de Chacha (ellos llaman así a Chahapoyas, supongo que para no parecer groseros) traigan plazas libres. Y 3. Comprando una carrera de taxi que, regateando, puede costar cien soles, unos treinta euros, desde aquí una pasada.
Buscamos compañía para subir en taxi y así nos cueste la mitad; pero los tortolitos de Cusco ya han elegido la opción 1. Nosotros la opción 2, y si no hay plazas, pasar a la 3. Esto significa madrugón, subida de media hora y espera en la plaza de Tingo Nuevo. Es un pueblo reciente y, por tanto feo, que se hizo después de que el río Utcubamba creciera e inundase todas las viviendas de Tingo Viejo; por eso ahora hay una valla protectora de hormigón entre la calle y las casas, con unos escalones a ambos lados.
Pues aquí estamos, delante de un montón de animales recortados en el seto, esperando algún carro que no llega. Ni uno. Intentamos en un camión, pero se queda cerca. Después de dos horas de espera, pasamos a la última opción. Levantamos a un taxista de la cama y nos ponemos en ruta por un camino embarrado, comido en algunos tramos y de vértigo, que este señor debe conocer a la perfección pues va bastante deprisa.
Después de hora y media, pues hay que recorrerse el valle de punta a punta por las dos caras para llegar a la montaña que teníamos enfrente, llegamos. No hay nadie excepto nosotros y el cobrador de impuestos. Ni un carro. Los puestos turísticos vacíos. Sacamos los boletos y subimos una escalera de un kilómetro entre árboles. Nos dan un plano de la ciudad. Llegamos a la cresta de la montaña, a la izquierda vemos un valle, a la derecha otro.
Enfrente una muralla de piedra amarilla de forma ovalada, de 6 a 12 metros de altura, y tremenda sobre la que ha crecido mucha vegetación. Es una fortaleza construida entre el 900 y 1000 que ocupa la meseta de la cumbre, a 3100 metros. El vigilante nos pide los boletos y nos da instrucciones, se han acabado los trabajos, estarán solos.
Entramos por la puerta tres, una apertura por la que sólo cave una persona o una llama, un tajo vertical en la piedra. Subimos las escaleras de piedra y arriba... el pasote. Mogollón de muros circulares comidos por la vegetación, más murallas, un torreón. Cada círculo es una de sus más de 500 viviendas que albergaban unas 3500 personas De dentro a afuera no se ve la muralla , pues es una terraza desde la que se ven ambos valles, como si un castillo de arena lo rellenamos por dentro.
A la altura de la puerta dos, aparecen los tortolitos del Cusco, que acaban de llegar, exhaustos, después de seis horas de subida. También un chavalín que pasta aquí sus llamas. Ya no tengo material y saco las acuarelas, los colores que me quedan, y me pongo a dibujar, mientras Beni se pierde entre árboles y muros completamente alucinada. A veces grita ¡mira aquí! pues al adentrarnos entre los árboles la cosa se pone cada vez más interesante. Estamos excitados, como si de golpe la ciudad fuera a desaparecer. Beni quiere que lo dibuje todo, pero le ruego que se calme, que lo disfrute.
Cerca de la puerta que han asignado a la salida hay un rodal de casas circulares muy enteras, donde pueden verse sus dos pisos, el aljibe, el hogar y las piedras de moler. En esta parte se ha reconstruído una casa entera con el tejado de paja muy empinado, tan mal que han tenido que poner contrafuertes de madera para que no se caiga. Más adelante está el tintero, un cono trucado invertido, donde se hacían las ofrendas. Llega un grupo de franceses. Beni y yo nos perdemos pisando raices, tocando el liquen de las piedras. Prefiero esto que la puesta en valor de arqueólogos y arquitectos, que el triunfo del hombre. Esto a la impoluta presencia de Machu Picchu.
Cuando bajamos se pone a llover. Hay más barro de vuelta y sólo queda confiar en la pericia del chofer. A veces paramos pues un camión está cargando papas para la selva. Los márgenes del camino están llenos de sacos de papas, que aquí se cultivan arriba. Las llevan a la selva y traen fruta y coca. Llegamos a tiempo de coger el bus a Chacha, que esperamos con María, que no quiere que nos vallamos y nos ofrece la noche gratis. Quiere que nos quedemos a la fiesta de Carnaval, que nos disfracemos con ella. Ustedes no son españoles dice, son peruanos. Ella quiere haser la carrera de actriz, después iré a España. Nos cuenta que Tingo Nuevo es un pueblo aburrido. La bulla, el alma, se quedó aquí.
Esto se alarga porque los carros vienen llenitos y no habrá cómo ir a Chacha, pero suerte un taxi que trajo contrabando y vuelve vacío. Sólo cuatro dise, y nos metemos seis y luego en el camino una mami y su bebito que llueve y no hay carritos amigo. Llovió bestia allasita arriba y baja el agua salvaje. Corre fuerte amigo con cuidado sólo una mano pues la otra siempre ocupada con la radio, el selular y la santiguasión delante de cada cruz. Y así tiene el carro embarradito de no ver la chapa. Malogró la manguerita y pierde petróleo que dos galones ya donde antes uno solito. Paramos amigo, se malogró el viaje, que el río saltó la carretera llevando piedras del derrumbe y no se puede crusar. Después de media hora, alguién entró con las botas y le paresió bien. Ahora un carro llenito se aventura a crusar. Con éxito. Todos en movimiento. Cuando cruzamos toditas se pusieron a resar, y pasamos. Sólo veinte minutos amigo de carretera asfaltada (las carreteras de tierra son afirmadas). Sólo que muchos derrumbes y llenita de piedras con cuidado amigo que bestia fue l'aguasita allá arriba. Yaah.
Nos deja en la Plaza y allí mismito cogemos el Hotel Plaza, buena pieza con baño, agua caliente, televisión y wifi, en otro patio como corral de comedias, que aquí son así. Cenamos de maravilla ternera encebollada, en tierra de vacas.
Sobre la cultura chachapoya, sus enterramientos y la ciudad de Kuelap, existe un estupendo documental de rtve que puede verse pinchando aquí. Y un artículo interesante aquí.
momias y colibríes en tierra de chachapoyas
Me despierta un pájaro metálico. Voy al baño. Tengo una terrible lucha con un enorme mosquito. Es una pelea desigual: el mosquito enormele contra el increíble hombre menguante.
Al abrir las cortinas aparece Villafeliz con el suelo adoquinado, entre unas montañas tan altas que la última sección se metió en las nubes.
Desayunamos leche de esta más mejor, en tierra de vacas. En esta zona todo es mucho más barato y la gente más agradable. Aún el turismo, muy bajo, no ha hecho estragos.
Un motocarro nos sube a la montaña. Justo en el cruce con el antiguo camino al Lago de los Cóndores (a doce horas en mulo), está el Museo Leymebamba, un museo de la comunidad (sin subvención estatal) con los hallazgos en las ruinas de las dos ciudades (Quintellaqtay y Llaqtacocha) y chullpas (enterramientos chachapoyas) de este lago. Es muy interesante y educativo. Imprescindible para conocer la cultura chachapoya. Contiene una terrorífica sala de momias, con 219, tratadas y colocadas buscando la forma ideal de huevo. Algunos gestos parecen salidos de los relatos de Lovecraft.
Enfrente, nos tomamos una cocacola en el Kentikafé. Es una propiedad grande de un australiano que pone bebederos con agua y azúcar en su jardín y pueden verse tomarla hasta 15 especies de colibrí. Desde un porche chulo de una casa octogonal, uno se sienta tranquilamente y ve a los colibríes de colores metalizados azules, verdosos, rosados y naranjas.
Bajamos caminando y mirando el río Utcubamba ahí abajo, hasta que nos recoge un camión de la leche de Cáritas Perú. Casi en Leymebamba, para el carro para tomarse unas cervezas, pero lo deja en punto muerto y se pone a bajar sólo. Afortunadamente gritan detrás y el conductor corre y consigue pararlo. De no ser así nos hubiéramos estampado o bajado al río a velocidad extrema.
El paseo restante resulta muy agradable. Nos cruzamos con gente con la que intercambiamos saludos. Algunos tirando de un burro o una vaca. Y, detrás de todos, siempre un perro.
Comemos muy mal, lo dejamos por imposible, donde ayer cenamos bien. Hablamos con Ever y Santiago, que quisiera para sí tanto pelo que yo tengo. Le digo que hoy no me quité mi pijama de pelos. Él tiene uno de perro.
Y nos vamos en bus a Tingo. El camino es siempre pegadito al río, en un verde, fértil y estrecho valle encajonado en desfiladeros y gargantas. Una pasada de rebonito. El paraíso.
Bajamos en Tingo Viejo y nos quedamos en el Hostal El Tingo, con un patio muy bonito de madera parecido al Corral de Comedias de Almagro, pero la cara del escenario es una pampita que atraviesa el río. Lo lleva una familia con un montón de críos y una abuelita. Se tiran globos de agua unos a otros hasta empaparse. La culpa es del Carnaval dice la abuelita ¿a ustedes no les gustan los juegos?
Tanto verdor trae mucho mosquito. Al poner la mosquitera, tiramos el neón circular del techo, que da en la nariz de Beni, que se asusta al quedarnos sin luz y el golpe... y la sangre. Al final se le corta enseguida y la nariz se le hincha un poco. Bueno, un accidente, un poco de mal rollo.
Ya en la cama, se oye el río y le digo a Beni que esto es un lujo; pero Beni no ve estrellas michelín por ninguna parte.
En esta región, la sierra norte, hemos llegado al mejor momento del viaje, que es aquél en que uno entiende a los peruanos y se siente casi parte de ellos, al menos más que de los gringos. La gente ya no te pregunta de qué país eres, sino de qué parte eres, suponiendo que eres peruano. Uno ya no va preguntando precios, pues ya los sabe, ni usa expresiones que les choquen mucho. Incluso ya nos tratan con cariño, los niños nos tocan y quieren saber, no quieren que nos vayamos. Es el punto de inflexión maravilloso en todo viaje, y que, por desgracia, suele ser al final, en que uno se siente feliz. El viaje nos enseña, nos transforma, nos engulle y, finalmente, nos regala la dicha de conocer y relacionarse. ¡Que siempre fuera así, que nunca perdamos la dicha de viajar!
domingo, 19 de febrero de 2012
montañas y valles hasta leymebamba
Temprano, un pájaro silba como los indios que fingen pájaros, y Cajamarca está cerrada, sólo quedan los restos de la batalla: botellas rotas, el sonido de algún tambor y algunos mozos tambaleantes.
Desayunamos en el mercado, que es un hormiguero, café con leche de esa de cuando éramos crios y un bizcocho. La estación está al lado, todo un espectáculo, las bici-carros que llegan cargadas de electrodomésticos, sacos de patatas y jaulas de cuyes; la gente que se arremolina para pillar su maleta, y las mujeres de la sala de espera que almuerzan una sopa de choclo. Nadie pierde el tiempo, cuando lo hay se duerme.
Vamos por un carreterín nefasto dando botes y mirando vacas, vacas y vacas. Por lo menos lo podemos hacer, porque ya van cinco días sin llover, de no ser así tendríamos que haber dado la vuelta. Por aquí no hay ni una chacra, son todo pastos (la pampa) y ganado. Mucha animación en un pueblo, es la feria del ganado; vacas y vacas. Cuando sacamos las mochilas en Celendín, apenas si se ven con la capa de polvo. Celendín es polvo. Un motocarro nos lleva al Monumento y justo pillamos el bus para Leymebamba. Hemos tenido suerte.
El bus es mucho más cómodo, aunque para en cualquier sitio. Subimos y subimos. Esto ya son montañas importantes. Bajada al río Marañón, cruzamos el puente colgante de cables de acero anclados a la roca y llegamos a Balsas. Está en un bosque de manguitos, vemos colgando miles de frutitas amarillas (puede ser que sea cacao).
Lo mejor viene ahora. Tremenda subida por la carretera escavada en la roca, tan alto que la vegetación se queda en ichu amarillento ¡y la vista de todo el valle del Marañón, una auténtica gozada! Beni se va cambiando de asientos para no mirar el abismo. Y después la calma del altiplano y Leymebamba, un pueblo tranquilo, bonito y sin tráfico. La gente es especialmente receptiva y simpática. Nos ofrecen un hostal en la plaza. La habitación tiene una balconada al prado, hasta aquí se oye la misa. El dueño nos explica cómo visitar el museo y la colección de colibrís de cola de espátula. Cenamos aquí mismo, pollo a la brasa con Inca Kola. Luego, el patrón nos encuentra un local de internet donde me enganchan mi ordenador mientras, al lado, medio pueblo juega a las cartas. Parece que, al fin, encontramos tranquilidad