domingo, 28 de agosto de 2011
25may09: de hoian a danang en el expreso de la reunificación
Pensamos que el calor está mermándonos las posibilidades del viaje.
Puesto que cada vez que bajamos al sur hace más calor, decidimos no bajar más y subir hacia el norte visitando el trayecto que nos hemos saltado en el avión. Negociamos unas motos para ir a la estación.
La taquillera habla ingés. Decidimos ir hasta Nihn Binh, pues llega a las cinco de la mañana, al fresquito de la mañana, una buena hora en Vietnam. Camas.
El expreso de la Reunificación es un tren lento que une Hanoi con Ho Chi Minh (antigua Saigón), un eje de comunicación de todo el país a precios populares y diariamente.
La sala de espera tiene aire acondicionado y un montón de filas de sillas mirando un televisor gigante y un acuario aún mayor. Dibujo a la gente buscando aquello que caracteriza a los vietnamitas: sus pómulos marcados, pelo lacio, ausencia de vello, narices chatas...Hay un cartel con un condón abrazado a una familia. Durante muchos años aquí se ha seguido la política de los dos hijos y aún pueden verse esas grandes manos haciendo el signo de la victoria.
El tren es puntual, para en la vía 2. La gente atraviesa las vías para cogerlo.Está limpio, ordenado y plagado de revisores. Me dan sábanas, almohadas y mantas. Una mujer se acerca para hablarme, parece sordomuda. Me habla con las manos y los ojos sin emitir un solo sonido. Luego, se pone a hablar normalmente con el resto de pasajeros vietnamitas. Quiere que me cambie por Beni, pues mi litera le pilla encima y se teme que la aplaste (en Vietnam no hay gordos). Le digo que le cambio el sitio a ella, pero eso ya no le gusta. En el camarote, de seis, también viaja un soldado con un maletín que se ha quitado la camisa, los zapatos y la gorra. Y debajo un fumador empedernido que sale de vez en cuando a echarse un cigarrillo.
El viaje es un auténtico placer. Todo el verde en su máximo esplendor. Toda la vida alrededor del agua: búfalos y familias trabajando, garzas, toda clase de patos y crías, abuelas segando con hoces, sampanes, palafitos y un fondo de montañas.
Los niños llevan sus orinales. A las cinco y media nos traen la cena. Ponen una mesa plegable en el hueco entre las literas y comemos todos juntos. Las señoras se ponen a limpiar y recogen todo. La de abajo da de cenar a la niña. Entonces me asomo a la ventana y me siento feliz recorriendo los campos mientras la gente se vuelve y saluda con el paso del tren.
La gente vuelve despacio por los caminos y los niños aún juegan con las cometas. En los porches, dejan un momento las tazas de té y levantan la mano para saludarnos, como algo sublime que ocurre a diario. Los ciclistas en el paso a nivel, los niños sobre los búfalos, y los ferroviaros que mueven las agujas nos levantan la bandera. Es la hora Tao, cuando el último rayo pasa entre los árboles e ilumina la hierba. Y nosotros nos sentimos felices.
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