jueves, 25 de agosto de 2011
22may2009 my khe beach
Me despierta una música francesa. Nueve horas de un tirón, estamos relajados. Mosquitos. Un pájaro me manda señales mientras me ducho. Miro esa especie de manguera con sifón que aquí tienen los retretes para la ablución genital. Iré a dar una vuelta mientras Beni duerme.
Este sol tan fuerte te hunde en la miseria. En la playa, sólo dos guiris. Sentado frente a un resfresco, dibujo la playa con unos pequeños botes circulares que son de fibra vegetal trenzada e impregnadas de brea. El jefe me señala las montañas de mármol (Ngu Hang Son). Todo el mundo quiere ver el dibujo y una chica se empeña en ver el cuaderno entero.
Con Beni, volvemos a la playa. Nos ponen los refrescos en una fresquera con hielo. Nos pasamos el hielo por los brazos, la cabeza, la nuca. Descubrimos que la gente usa la playa a partir del atardecer. Una señora nos ofrece los perritos calientes de Vietnam, una masa rosada envuelta en hoja de palma del tamaño de un huesito y en atados de diez, por medio euro. Los llaman Vietnam Chà.
Del otro lado ya llevan diez Saigón Export y ya están bolingas. Tienen la cara roja y me recomiendan esta cerveza a voces. Con este calor no apetece nada. Hay que huir a la selva y ver los elefantes y el rino de Java.
Las chicas van totalmente tapadas para mantenerse blanquitas. Llevan manga corta y unos guantes largos que les tapan los brazos, gorra con visera y un pañuelo tapándoles la cara.
Descansamos en el hotel hasta el atardecer.
En la playa juegan al fútbol. Nos ponen unas almejas como platillos de café con menta, apio y chile; en un plato, rodajas de limón y sal. Nos jalamos casi treinta, están buenísimas. Disfrutamos de la hora como vietnamitas. El mar se ha puesto azul metalizado y la espuma amarilla.
De golpe se encienden las luces de los barcos, blancas como estrellas. Una bici pasa con un fuego encendido en el portaequipajes. Cientos de cabecitas en el agua, al fondo. Los chiringuitos encienden los fluorescentes y se oye como nunca el bullicio mezclado con el estruendo de las olas.
Después de pasar toda la tarde tumbados en las hamacas, mirando el mar y el cielo estrellado con nuestras cervezas y refrescos, la señora nos cobra dos euros. Beni se anima a probar esos cangrejos que comen ellos. El jefe nos trae unos como bogavantes. No, como los de ellos. Luego viene el típico vietnamita de barba larga y cana con unos panecillos que huelen a gloria. Quizá sea demasiado. Con mi bolígrafo, se escriben en la mano para entendernos. Nos divertimos, es una pena que haya que esperar a que la gente vuelva de Danang, a partir de las cinco de la tarde, para ser felices.
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