viernes, 21 de junio de 2019

en oviedo





Hoy nos levantamos sin prisas. Visitamos la Catedral, que es gratis para los peregrinos que quieren la Salvadorana. Hay alguna semejanza entre los bosques que hemos atravesado y su interior, un bosque de piedra donde no existe la improvisación. En uno de sus árboles, está San Salvador en piedra policromada. Vemos la Cámara Santa, sus columnas labradas y el tesoro. En el Museo, solo me entretengo con los santos románicos de madera pintada, con sus grietas, agujeros de la carcoma y esa inocencia casi africana.

Cuando llegamos a San Julián de los Prados, el más antiguo y más grande edificio prerrománico, se acabaron las visitas. Paseamos por el césped y vemos el exterior. Pasamos por el hotel Reconquista, barroco, del siglo XVIII y que fuera hospicio y hospital. Visitamos sus patios y nos tomamos unas cervezas rodeados de rancia decadencia. Aparece Woody Allen por las calles mientras buscamos un lugar para comer. Vamos a Gloria, un restaurante con buena fama. Nos comemos el menú, de veinte euros, que resulta ser una maravilla: pote asturiano, cogote de merluza y arroz con leche, regados con un ribera roble. Amancio y Antonio no lo consideran bien cerrado sin el pacharán y el cigarro. Disfrutamos como peregrinos hambrientos, rodeados de gente trajeada y peinada al milímetro que habla de negocios. Los gestos, los movimientos de sus manos, parecen haber sido estudiados en un espejo; creo que a esto lo llaman elegancia.

Volvemos paseando por el Campo de San Francisco. Última clase magistral sobre árboles asturianos. Recogida de diplomas de buen aprovechamiento. Amancio habla de hacer una cata de vinos defectuosos mientras caen unos agrícolas esperando que abran las tiendas. Cargan con quesos y dulces, recogemos archeles y nos despedimos. Ellos vuelven a casa y yo me quedaré algún día más.


Marta es pintora, tiene el pelo rojo y vive en un piso frente a la estación de autobuses. Me enseña sus cuadros de estancias vistas desde el techo y libros abiertos o amontonados donde el papel parece tener luz. Me dice que le encanta, pictóricamente, todo lo misterioso y me prepara un té. Deshago la mochila y descanso sobre la cama dejando mi mente en blanco. Descansado, voy al centro usando su atajo, que consiste en entrar en el centro comercial Las Salesas, subir en ascensor al tercer piso y salir por Nueve de Mayo, que llega recto y pronto a la plaza de la Catedral. Llueve. Miro la agenda cultural y decido ir al Teatro de la Filarmónica, en la Plaza Portier, junto al edificio del Banco Asturiano, a ver una película que hoy ponen gratis.

Resulta ser un peliculón: Lazzaro Felice, de la directora italiana Alice Rohrwacher (Corpo celeste, El país de las maravillas) sobre la maldad y la inocencia, el campo y la ciudad, el pasado, el presente y el futuro, sobre los mitos del niño salvaje y la resurrección. Recuerda mucho a Passolini, Fellini, Visconti e, incluso, a nuestro Buñuel. Me gusta mucho.

Me ceno dos deliciosas cebollas rellenas de bonito y pisto, con cerveza tostada. Otra vez en el Bango 7 Plazas, que me pilla de paso para mi nueva casa. El camarero se enrolla y me da charleta aunque ya es tarde y barre con el cepillo entre plato y plato. Solo me lleva diez euros. Satisfecho, paseo bajo la lluvia buscando las calles adecuadas para llegar a casa. Las terrazas están vacías, el guitarrista renacentista sigue tocando, le echo una moneda. Jóvenes trajeados vocean por los soportales. Mucha marcha por la calle Gascona. En General Elorza solo hay paseantes de perros. Enseguida llego a casa. Oigo la tele puesta. Siento el peso de la manta y que el mundo se acaba en un lento fundido a negro.

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