jueves, 1 de noviembre de 2018

viaje a grecia


Temprano desayunamos en Madrid, en una cafetería cercana a Atocha. La estación es un hormiguero de gente que va en todas las direcciones y sentidos. Alguien se coló por la salida del AVE y todos los seguratas corren como locos. Salimos por el hall de cercanías y cogemos el bus al aeropuerto. Llueve. Esos conductores atascados deben llegar ya cansados al trabajo. La T4 es una locura de hierros, cristales y máquinas, y gente haciendo rodar sus maletas. Pasado el arco, me hacen quitarme el calzado y enseñar al público general los tomates de mis calcetines. Beni se ríe y yo me siento como un viejo profesor desinteresado del mundo. Alguien me pasa una tarjeta por las palmas de las manos para identificar los explosivos manipulados, y ese viejo profesor arenga desde el púlpito de una mezquita ruinosa.

El avión es pequeño pero bien aprovechado. Todo es tan pequeño y desproporcionado que parece una visita de adultos a una clase masificada de parbulitos. Tendremos que  agradecer que por lo menos nos lleve a Atenas. Yo repaso un vieja guía en italiano de Mondadori: los popes con sotana y esa larga barba que parece salir de un gorro académico, los guardias con una ridícula falda, los molinos de viento de Mikonos, el sacro convento de Patmos, la diosa de las serpientes, el Partenón. Beni se mira lo esencial en un diccionario de griego: parakaló, kalimera, efjaristó, oji. Pensamos en un viaje lento, sin prisas por verlo todo. Quizá las islas se queden para otro viaje.

Vamos por encima de las nubes y no vemos más que montañas de algodón. Luego las atravesamos y aparecen las islas oscuras con moñas de nubes sobre un mar brillante. Rápidamente descendemos hasta el asfalto y el avión frena. Atravesamos el aeropuerto sin problemas. Nadie nos dice nada. Cogemos el metro hasta hasta la Plaza Syntagma. Cuesta 10 euros porque son 27 kilómetros. Subiendo las largas escaleras pueden verse las ruinas encontradas la excavación del metro. Con los empujones de la salida del vagón, alguien me mete mano a la cartera. Afortunadamente, me doy cuenta y le doy un manotazo. Algún desconocido grita algo así como hops!. Jodidos chorizos.

Ya vemos los primeros guardias con faldas en la tumba al soldado desconocido, delante del Parlamento. Los Jardines Nacionales, a la derecha y hacia el sur, el doble Arco de Adriano y el templo de Zeus, altísimo y con una romántica columna caída en rodajas. Y, justo a la derecha, a las faldas de la Acrópolis, el barrio de Plaka, y nuestro hotel, una bonita casa racionalista con terrazas y haciendo esquina. Limpio, mesa para escribir y dibujar, y vistas de la Acrópolis y, ahí abajo, una pequeña iglesia bizantina. Dejamos la ropa de abrigo. Aquí la gente va en manga corta. Hay un calor húmedo. Se nota la cercanía del mar.

Recorremos el barrio lleno de terrazas para turistas. Calles peatonales, casas pequeñas, viejas cafeterías y tabernas, viseras de hierro y cristal, el mercadillo, el viejo Ágora y el romano, la Torre octogonal de los Vientos del astrónomo Andronikos Kyrrestes, reloj de agua y veleta, con relieves de los ocho vientos alados, del siglo I ac, la Plaza de Monastiráki, la calle comercial Ermou. En la plaza cenamos, en una terraza, calabacín con alioli y musaca, algo parecido a la lasaña, con berejenas, calabacín, carne de cordero y tomate. También cae una jarra  de cerveza griega.

Los quioscos son una especie de ultramarinos, con bebidas frescas, helados, aperitivos, tabaco, revistas y suvenires. Paseamos entre terrazas donde los guiris nos ven pasar, tiendas de artesanía y tonterías varias. Cuando vemos la calle Adriano, que desemboca en el hotel, nos vamos derechicos a la piltra.

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