lunes, 5 de noviembre de 2018

osios loukas y delfos


Yo diría que los protas del centro Atenas son los restaurantes, sus terrazas. Hay tantas que el espacio público ha desaparecido. Las plazas, por pequeñas que sean, está llenas de mesas, las calles peatonales, las aceras. Incluso en las calles de mercadillo/bazar los dueños sacan sus veladores o ponen cojines en las escaleras. Para descansar tienes que sentarte en un restaurante y donde hay un banco público hay una tienda de comida callejera que vende bocatas por la ventana que lo aprovecha de comedor. Incluso algunos han puesto sus mesas en los asientos públicos que rodean los árboles. Nos retrotrae a un tiempo de nuestro pasado en que las cosas no estaban reguladas, con sus ventajas e inconvenientes. De alguna manera, la gente ha cogido la calle antes de que se la vendan, por lo que los demás tampoco perdemos los derechos. Precisamente, esta mañana el pope de la iglesia de nuestra placita está almorzando en una mesa que puso delante.

Después de la dialéctica vana con los vendedores, hoy sobre un extraño producto financiero que me abarata el depósito de la franquicia y que pretenden colarme, logramos salir de Atenas con un coche alquilado y con navegador que habla en español. Guiados por él, subimos la autopista hasta Livadia. Todo es muy montañoso y apenas si se ven cultivos. Sí muchos olivos y cipreses, y también ovejas. Y a partir de aquí encontramos una tremenda cadena montañosa atravesada por nubes que solo dejan ver algunas faldas y la silueta de los picos. Hay una espectacular con un nombre conocido: Parnaso. Allí es donde vamos. Nos comemos unos tomates fritos en Distomo y, a siete kilómetros, visitamos el monasterio bizantino de Osios Loukas, encaramado a una de estas montañas y con unas vistas espectaculares al valle.

Los viejos árboles del jardín son de un tamaño ciclópeo. Un enorme plátano tiene susjetas sus ramas con correas para que no se abran. Al fondo, una construcción que alterna piedra gris y ladrillo rojo y que acaba en unas cúpulas de distinto tamaño, las mayores con ventanas para iluminar el pantocrátor sobre un cielo de oro, rodeado de santos, del techo. El complejo es un laberinto impresionante de edifidios adosados a distintos niveles de la montaña, con arcos, escaleras, puentes, patios, pasarelas... muchos de estos espacios con vistas al valle. La iglesia es oscura. Una luz tenue entra por las cúpulas. Alguien de negro reza una letanía. Tras una puerta una peueña luz ilumina a un pope con su sombrero cilíndrico.

Empieza a anochecer y tanta curva y a tanta altura nos empieza a parecer infinita. La voz mecánica nos mete por un camino de cemento demasiado estrecho que termina en una finca vallada. Ha llegado a su destino, dice. Beni y yo nos miramos y nos vemos asombrados. Sobre todo mucha calma. Estamos perdidos.

Finalmente la máquina acepta Delfi como animal de compañía, aunque no Ifigenias como calle, así que proponemos el centro de la ciudad, más bien como escapatoria. De alguna forma u otra, llegados a Delfos, en una de sus calles principales, vemos un cartel con el nombre de nuestro hotel.

Llegar de noche a los sitios no mola. No se hace uno una idea. Solo sabemos que estamos en una fuerte pendiente y que nuestro balcón da al abismo. Abajo, a lo lejos, lucecitas. Esto fue un mítico lugar de peregrinación buscando los augurios de Apolo en su santuario del monte Parnaso. Aquí venían peregrinos de muy lejos y traían sus ofrendas. Ahora, en pleno otoño, es un pueblo turístico vacío. Hoteles, tiendas de productos locales y recuerdos vacíos. Los restaurantes con una sola mesa ocupada, por el camarero y la cocinera haciendo bulto. Mañana se hará la luz.

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