viernes, 11 de mayo de 2018

apología de lo pequeño

Algo revolotea en nuestra mente como un pájaro pequeño. Es inútil querer hacer algo grande como una escultura barroca, como esas rocambolescas columnas que conducen al mismo sitio por un camino más largo. De los museos solo soy capaz de apreciar pequeños detalles, más bien intenciones. De los edificios solo aquellas casas pequeñas sin ángulos rectos. Solo aquellas cosas útiles sin grandeza, como la piedra que se pone bajo el chorro de agua de una poceta para que ésta no erosione la reguera. Los pequeños jardines que las mujeres construyen poco a poco en el metro de tierra que hay en su fachada. Esas flores pequeñitas que crecen en el campo y que recogía para mi madre.

Poco puedo decir del gran arte excepto que me abruma como una rosaleda. Odio la joyería, el oro, las piedras preciosas. Solo llego e esas figuras pequeñas que los chinos hacen con el jade que apetece tocarlas y meterlas en el bolsillo. Las figuritas de bronce que los íberos echaban a las aberturas entre las rocas. Los brazos rotos de los griegos y romanos ilustres, esas narices perdidas, esos huecos como elipsis. La madera pintada y desgastada por el tiempo. Los frescos desvanecidos. Los animales rojos y simples en las paredes de las cuevas. Esos dibujos de los escritos tartésicos y chinos. Esos pequeños juguetes que los padres les hacen a sus hijos o los mismos niños construyen para jugar un rato. Los peinados que las madres hacen a sus hijas en los pueblos perdidos de África. Los tiradores con que los niños filipinos matan a los pájaros. Los adornos con que se personalizan los trompos. Las primeras cuatro notas indecisas. Las canciones que las mujeres cantan cuando limpian en la casa. Las figuras que los pastores esculpen con la navaja. Un jersey de mezclilla o de ochos que se hace en el poco tiempo libre. Los dibujos sin destino que hacen los niños y los que siguen siéndolo. El barro desigual, las vajillas gruesas y pesadas, el tazón blanco donde uno puede beber medio litro de leche con pan empapado.

A veces un objeto resalta como cuando el sol ilumina solo una pequeña parcela en el mar, aunque estén escondidos en el rincón más oscuro de un museo o en la pared más fría de una casa. Esos objetos me emocionan como un árbol centenario y no sé qué cosas podría hacer para que perduraran en mí. Es quizá la intención de quien lo hizo, quizá su alma, lo que me retiene tanto tiempo frente a él. Me gustaría cogerlo con mis manos, besarlo quizá. Porque esos objetos son como las buenas acciones de los hombres, como esos detalles que nos hacen congraciarnos con los demás y el mundo donde vivimos.

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