martes, 22 de marzo de 2016

el cocodrilo

    Yo tendría entonces seis o siete años. No era muy hablador y menos con mi padre que andaba siempre de mal genio por la casa sin mostrar el más mínimo gesto de cariño. Es por eso que no entiendo por qué me llevó de acompañante mudo a aquel viaje a Valencia.
    Solo recuerdo algunas imágenes inconexas. Del viaje en sí en el seillas, el salpicadero metálico beige con la palabra seiscientos cromada, una parada a mitad de camino en un pinar de grandes y altos pinos, donde mi padre me acercaba una tortilla de patatas hecha cuadrados dentro de una merendera de aluminio, y luego las masas negras de los árboles, luces en el atardecer rojizo, esa sensación de nave espacial en un mundo extraño.
    Recuerdo que el hotel tenía botones de uniforme, como el botones Sacarino, y un ascensor forrado de madera con una luz asignada a cada piso que señalaba nuestra situación, el nivel superado por la nave. La habitación tenía un hall de entrada con una chimenea sin uso tapada con una rejilla dorada y un baño de azulejos pálidos con retrete, lavabo y bañera con ducha. El primer día lo pasé allí, aburrido como una ostra.
    Por la noche mi padre me trajo tebeos de Pulgarcito y Pumby y me dijo que podía salir de la habitación, pero no del hotel. El botones trató de entretenerme (¿le había dado una buena propina?), me montó en el ascensor y me enseño la fórmula para subir y bajar al piso que quisiéramos. Cuando mi padre llegó esa noche lo subí yo mismo hasta nuestra planta.
    En aquellos días fui el joven ascensorista del hotel. Yo preguntaba a qué piso iban y los subía muy serio. Ellos me miraban con ternura y se dejaban llevar. Aquello se convirtió en mi mundo.
    Un día mi padre apareció antes de lo normal. Me cogió de la mano y caminamos cogidos por esa gran ciudad de casas altísimas, grandes aceras llenas de gente y calzadas con un montón de coches. Paramos delante de una tienda de grandes escaparates en una especie de hall abierto. En el centro había uno pequeño rodeado de niños. Era del tamaño del ascensor, pero con ocho paredes de cristal. Me hice un hueco y vi dentro una bañera con un cansado cocodrilo que levantaba la cabeza con el sonido de las monedas que echaban por las juntas de los cristales. Era como un lagarto oscuro y gigante con la piel petrificada. A veces hacía una demostración de la fiereza que de él se esperaba, como para cubrir el expediente.
    Cuando lo vi quizá recordé los animales enjaulados de la Casa de las Fieras, o la mula de la huerta, siempre escapándose, o los renacuajos en las latas, o los escarabajos lidiados. O simplemente me vi yo en ese ascensor de cristal en una ciudad extraña donde no conocía a nadie. Los niños no paraban de reir, y yo me puse muy triste sin saber bien por qué. Me puse a llorar sin saber por qué y sin poder irme ni darme la vuelta, para que no me viera ese señor de traje con los zapatos siempre limpios.

2 comentarios:

  1. História deliciosa. E estive a ler aquela quando Rivette esteve en Lisboa e foi ao cine Rossio de filmes porno.

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