jueves, 26 de febrero de 2015

puerto natales




A las seis y algo se repite el juego de las nubes, sus siluetas negras alargadas repretándose en el horizonte y luego se van coloreando de rojo. Muy lejos de este desierto, están las montañas. Los Andes se levantan sobre la llanura como un perfil topográfico. La estepa. En la charcas, flamencos. De lejos las tres torres del Paine (que dibujo en mi asiento del bus).

En la aduana fingimos entrar y salir andando, pues no estamos en la lista cerrada del bus. No obstante, resulta cómoda y rápida, para la cantidad de gente que viene del concierto de El Calafate, y ni nos miran las mochilas. A las once estamos en Puerto Natales. Una ciudad extensa con casas bonitas de madera y latón. Además del punto del puerto, el faro, los barcos de colores, el muelle. Los cisnes de cuello negro. Las piedras erráticas, traídas por los hielos glaciares, como echadas con el cubilete.

Este pueblo vivió de la minería de Río Turbio, un pueblo fronterizo argentino, que acabamos de cruzar. Aún se recuerda alguna huelga fuerte. Pero aquello acabó, y también su industria de la lana. Hoy viven fundamentalmente del turismo. De las Torres del Paine.

Nos marean con la oficina de Navimag y no podemos cerrarlo hoy. Pero sí comernos el mitológico cordero de La Última Esperanza. Los calamares no desmerecen, jamás he probado unos, chopitos para nosotros, con tanto sabor. El cordero no decepciona. Se ve gente de posibles por las mesas. Comemos bien, con un cabernet sauvignon.

Cuando, en 1558, un grupo de españoles agotados y desesperados de buscar sin éxito aquel estrecho que Magallanes osó cruzar evitando el Cabo de Hornos, encontraron este canal que ahora pasa por Natales, lo llamaron La última Esperanza. Si les hubieran sacado este cordero, seguro que no hubieran seguido. Pero no fue así y lo encontraron el año siguiente.

Hace frío y viento. Compro una sudadera calentita en  Ropa americana, una tienda de segunda mano, que supla mi pérdida del plumas. Beni va a la pelu con Bety. Después paseamos por el pueblo e invitamos a unos capuccinos en un bar agradable de guiris, con sofás para sentarse.

Bety por fin se abre y nos cuenta la historia de su marido, al que dejó por alcohólico y, posteriormente, violento maltratador. No necesito a nadie, dice, tengo a mi madre y a mi hijo que son las personas que más quiero. Y así parece, pues es una mujer alegre, habladora, juerguista (pero seria, dice). Nos invita a su casa de Valparaíso para la vuelta a Santiago, a lo que accedemos. Le pido la petaca para la lágrima del café. Yo le llamo carajillo, ella irlandés. Nos promete encontrarnos un buen queso chileno. Nos da a probar su mermelada de ruibarbo.

Subimos alegres Bulnes y luego Krugger, y en la puerta de su tía nos despedimos con dos besos, a la española. La habitación está fría, nos encienden una estufa.

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