martes, 17 de febrero de 2015

futaleufú




Temprano desayunamos con los más madrugadores del hostel. Tostadas, café con leche, zumo de naranja y yogur de polvos. Los compañeros viajeros comentan que por aquí ya no se celebra el carnaval. En la terminal cogemos un destartalado colectivo que va temblando y desmembrándose por un camino de chinas. Es uno de esos buses antiguos que llevan el motor junto al conductor. A veces, el polvo nos adelanta y se ve por el pasillo. Complicado dibujar.

Los viajeros más interesantes son los llamados gauchos, guachos o paisanos, de sombrero de ala ancha de fieltro negro, chaleco de lana, mangas anchas de camisa y pantalones metidos en las botas camperas, y la madre india con la cara llena de arrugas y su hija de una excepcional belleza. Dibujo al gaucho de al lado, con bigote caído y pelo largo lacio.

Avanzamos por praderas amarillas cercadas para los caballos y vacas y encajonadas entre altas montañas con las faldas verdes y los picos pelados con neveros blancos. Picos duros como dientes de sierra. Paramos en la aduana, en La Balsa, un sitio llamado así porque el río se atravesaba en una balsa sin otro sistema de locomoción que la propia corriente. Escrupulosos hasta el ridículo con las plantas, la policía chilena no me deja pasar un pequeño palo redondeado por el agua del lago Menéndez.

Seguimos el curso del río Futaleufú para salvar las montañas, y acabamos en la pequeña población de este nombre. Un pueblito de casas bajas de madera de colores rodeado de montañas, famosa por la fuerza de su río, solo apto para expertos en rafting y pescadores de trucha con mosca. Se respira tranquilidad. Compramos en Correos el boleto para mañana viajar a La Villa (Villa Santa Lucía), nuestro primer contacto con la Carretera Austral.

Encontramos una habitación por buen precio en casa Ebenezer, donde la señora alberga algún empleado del hospital en construcción. No lo acabarán, alguien se llevó la plata, nos dice mientras escribimos nuestros nombres en el libro. Un hospedado llega a comer y le pone una lentejas que huelen que alimentan y mantienen una conversación sobre la Biblia y Dios
(-Mire, mi papá es testigo de Jehová desde hace ya más de 20 años y no comulgo con sus ideas, yo pienso que es un libro simbólico que no hay que seguirlo al pie de la letra. 
-Pero Dios nos dice: no añadirás una sola palabra....Dios no quiere que se veneren imágenes.
-Tampoco soy católico. Sé que el catolicismo para ustedes es la gran prostituta)
de la que yo solo estoy interesado en ese plato por el que Esaú vendió su primogenitú y que me ha despertado la gusa.

Comemos en el restaurante Dany un rico guiso de poroto (pintas) con calabaza, zanahoria, tallarines y longaniza. Repito, ¿me puede echar un poco más? está muy rico, le digo a la señora. Me cobra el doble por repetir y me muestra su más amplia sonrisa con la clavada. Después damos unas vueltas por el pueblo tomando el sol. Son casitas bajas con cerca, huerta y gallinas, y todas tienen al menos un perro. El paisaje que nos rodea tan flipante, tanto verde y tanto sol, es una combinación que hace sentirnos muy bien. Llegamos hasta la Laguna Espejo y volvemos a casa a lavar una poca ropa y colgarla al sol.

Cuando salimos de paseo, los perros de la casa nos acompañan. En una tienda preciosa de madera vieja azulada y tejado de chapa, compramos cigarrillos. Huele a pan recién hecho. Unas chicas nos recomiendan un restaurtante en un callejón: El Rincón de Mamá, en un segundo piso abuhardillado. Comemos salmón con cebolla y huevos fritos (a lo pobre) que debe ser quizás el mejor que haya probado nunca y una carne regular y menos con una cerveza industrial llamada Escudum.

En la plaza canta una rondalla. La luz de las calles es tenue, amarilla. Algún establecimiento enciende un foco al pasar. Otro ilumina las obras del hospital, que ocupan una manzana entera, y tres ambulancias dormidas desde el día de la foto. Pero lo mejor está allí arriba, donde las estrellas brillan mucho más que las bombillas de los de aquí abajo.

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