viernes, 4 de abril de 2014

manila en abril de 2005





Dormimos como lirones, a pesar de la música de esta calle llena de turistas. Cuando salgo a pasear, temprano, me empieza a dar el coñazo el riñón. Me meto una buscapina y me duermo otra vez hasta las doce.

La calle está mojada. Cambiamos euros por 73,50 pesos. Vamos a Intramuros, la zona antigua de Manila. La Iglesia Convento de San Agustín tiene un museo religioso impresionante. En el jardín tiene una colección de bonsais. La mediocre Catedral, La Plaza de Roma, el Fuerte de Santiago Matamoros, el Museo de Rizal en la celda donde los españoles lo tuvieron encarcelado bajo el falso cargo de conspiración asociación ilícita (y más tarde fusilado de espaldas), almenas, baluartes... todas esas piedras levantadas por los súbditos para ser machacados.

Comemos por dos euros en una terraza de la Plaza de Armas, hasta que empieza a atardecer. La luz se pone amarilla. Un taxi nos lleva a la fachada de la Iglesia de Quiapo, en Binondo, el barrio chino. Dos señoritas de uniforme piden dinero con una hucha de plástico. Las imágenes de la iglesia dan miedo. El dulce canto del coro nos sumerge en nuestro canon hawaiano. La Plaza de Miranda, el Mercado Bajo el Puente. Se calcula que en Manila hay más de un millón de inmigrantes chinos. Todo está lleno de callejuelas y el río huele mal.

Descansamos. Mientras Beni duerme hago un plano de la zona, que luego recorremos. Visitamos cafés con actuaciones en directo. En un japo, Tanabe, cenamos tekamaki escandalosamente fresco y rico, tempura de setas (Shiitake Tempura) y caballitas calientes en salsa de soja (Unagi Kabayaki). En el Havana Café una guapa filipina nos saluda en castellano. Nos pedimos una Cali (que es cerveza con limón) y un Sprite. Me dibujo malamente el local y cerramos el quiosco.

Es difícil encontrar chapas por las calles.

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