jueves, 3 de abril de 2014

de madrid a manila


El nuestro es un avión pequeño con un pasillo central y tres asientos a cada lado. Hay filipinos con pasaporte español y matrimonios mixtos que hablan castellano. Niños llorando.

Llegamos a Amsterdam entre campos de flores llenos de canales. Aeropuerto de arquitecto diseñador, cintas transportadoras, pantallas verticales con anuncios mudos, una mosca pintada en los urinarios. La policía me pregunta por la perilla de la foto y le digo que está desaparecida. En la otra punta nos sentamos rodeados de filipinos, negras de trajes vistosos y caras comidas por la viruela.

En el avión nos comunican que estamos a 10.423 kilómetros de Manila. Subimos de 300 a 800 kilómetros por hora y hasta cinco kilómetros de altura. El asiento tiene un monitor individual donde escoger peli e idioma. Unos músicos cubanos abuelos dicen que están como niños gracias a la música. Hablan de la pumba y de la esquina habanera de Nueva York. Sobrevolamos Penz y Taraganda, luego rodeamos las grandes montañas de Nepal a mil kilómetros por hora y, cuando sobrevolamos Sanghai, enderezamos hacia las Islas Filipinas, nuestro destino.

Llegamos a tres de la tarde. Los taxistas nos quieren cobrar 500 pesos, pero me parece mucho. Entonces nos indican al piso superior, donde están los ordinary taxis. No se molestan, parecen simpáticos y alegres. El taxi nos lleva a la Malate Penssion, un hotel muy chulo con mucha madera, colonial, exótico, que nos recomendó José Miguel. Cogemos una habitación con aire acondicionado, baño y ducha caliente por unas mil quinientas pesetas.
Paseamos por el malecón, bajo las palmeras del Boulevard Roxas, lleno de gente joven terrazas y bares. Algunos pescan tumbados a la siesta o simplemente mirando al mar. Muchos niños. Las aceras están llenas de coches. Por las calzadas circulan mogollón de jeepneys, que son jeeps abandonados por los americanos  en la Segunda Guerra Mundial, arreglados y alargados para convertirlos en el transporte público más popular de las islas. Tienen colores fuertes y santos y vírgenes pintados en el exterior. Algunos se fabrican con acero pulido y motores de segunda mano del mercado japonés.

Pasamos por la impresionante embajada de los USA y La Luneta, el Parque José Rizal, inmortalizado en un monumento que están arreglando. El césped está especialmente plagado de parejitas que se tumban en unos plásticos que allí mismo venden. El memorial al fusilamiento de Rizal, el parque chino, el jardincillo donde se juega al ajedrez y la inmensa fuente con la maqueta de las Islas Filipinas, donde destacan sus volcanes.

Descansamos en el Bolevard, en una terraza, viendo pasar las niñas, balancearse los farolillos rojos de papel y los grandes barcos iluminados al fondo del mar, que no huele demasiado bien, mezcla de cieno, contaminación, barbacoa y esa humedad dulzona del trópico. Un grupo nos canta canciones en inglés, canciones melódicas de las que reconozco algo de The Psychedelic Furs. Cenamos arroz con pollo con cierto sabor a ajo con una jarra de té helado y cerveza filipina San Miguel.

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