viernes, 11 de enero de 2013

llegada a quito




La cooperante valenciana está muy enfadada, le han cobrado 100 euros por pasarse dos kilos en las maletas. Es gordita y su cara irradia simpatía, accesibilidad. Abusamos de ella y la acribillamos a preguntas. Le encanta Ecuador, el clima siempre primaveral en su pueblecito de la sierra, la gente. Lo peor es que trabaja muchas horas, de lunes a lunes, y no puede hacer turismo. Nos explica que el problema acuciante es que estamos en época de lluvia y no llueve. Eso hace que no se genere electricidad y su distribución sea precaria.

Quito aparece entre las nubes como un lago de casas que nacen en las inmensas y verdes montañas, y se van apegotando en el fondo. Allí se mete el avión como si fuera uno de esos amarillos del 404 escuadrón que fuera a recoger agua para apagar un fuego. Sentimos el suelo de golpe y un freno repentino que nos lanza al asiento de delante, como si no anduvieran sobrados de pista. Aplausos (ya muy normal en este tipo de espectáculos).

El aeropuerto es como cualquier europeo, lleno de hierros y grandes ventanales, pero en miniatura, manejable. Se ven los aviones, detrás los pisos y detrás unas montañas gigantes con moñas de nubes. La policía está informatizada y ya no ponen esos sellos de caucho tan chulos. Ahora es un texto que imprimen como si el pasaporte fuera la cartilla del banco. Afortunadamente, los y las agentes se parecen más a los actuales empleados de banca que a la antigua policía.

Una chica de Movistar nos hace ver que nuestros móviles no valen para nada porque usan otra frecuencia que los suyos. En mi mente se despliega la palabra locutorio. No quiero mirar a Beni por no encontrarme el holograma de un nuevo aparato sobre su cabeza. Le doy un dólar a la chica de las uñas pintadas de negro y llamamos a Pepe desde el suyo. Bueno ¡a zambullirse en la ciudad de Quito!

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