domingo, 20 de enero de 2013

de loja hasta la casita de antonio


Autobús para Amalusa. Monólogo sobre los beneficios de la papa: la damita que sancochea la papa, la pela antes y echa los cascarotes al chancho. No se da cuenta de que el chancho está más sanote que ella. Los cascarotes de la papa tienen propiedades que...

Nos separamos de la Panamericana y luego la carretera nos deja a nosotros en un camino de tierra. Montañas y montañas verdes. Palmeras, nísperos, yucas, aguacates, mangos y guabas, que son como unos pepinos retorcidos que cuelgan del árbol. Valles espectaculares. Quilanga. Cisne. Spíndola. Bosque desde Jibiruche. Santa Teresita. Al fin Amalusa en la fin del mundo.

Llamamos a Antonio Rafael, atascado con su camioneta en algún camino desde Tundirama, cuarenta minutos. Haciendo tiempo charlamos con unos chavales en la plaza: Brian, Tatiana, Juli y Lionela. Más que nada quieren diez sentavitos, pero yo los dibujo delante del Guambo, una gran montaña que se levanta al sur de la ciudad. Cuando el coro de niños se me empiesa a multiplicar, llega Antonio milagrosamente con su pick-up Ford. Los macutos al remolque. Almorzamos en el único restaurante: carne, arroz y frijoles mejorados con un huevo frito. Me hago con las molestias, que son seis dólares por todo.


Hay bruma en las lagunas, les subiré a las antenas. Es el pico más alto de los que rodean Amalusa, con una pendiente temosa y un camino destrozado por el agua, bastantísimo dice Antonio. Cambié mi carro por esta camioneta, sólo con una camioneta así se puede caminar por aquí. Monta a gente a Bellavista, una pequeña aldea casi en la cima. Arriba hay una vista de trescientos sesenta grados impresionante: Amalusa abajo, los saltos de agua, el camino serpenteante al Perú (aquellas montañas ya son del Perú), los picos verdes y los azulados del fondo, el propio camino rojizo que hemos subido, Bellavista y su cementerio... una gozada. Durante la bajada, Antonio nos cuenta un poco su desastrosa vida y cómo ha acabado aquí después de ser un reconocido funcionario del Ministerio de Turismo. Viajé por todas partes, hablé varias veces con el ministro. Era respetado, representé a Ecuador como escalador, me subí todos los nevados de Quito. En el 91 subí con los suizos e ingleses al Pichincha. La erupción del volcán nos pilló allí arriba. De golpe una explosión repentina. Los pelos de punta. Nunca olvidaré aquel día.

Nos lleva por caminos estrechos. Cruzamos gente montada a caballo. Cuando cruzamos alguien que camina, para y lo monta. Va montando y soltando gente por 25 o 50 centavos. Nunca sabemos quién hay atrás en el remolque. Está anocheciendo pero aún no ha encendido las luces. Todo es un bosque negro. Estamos aturdidos, alucinados. Ahí está la escuela, aquí el colegio donde trabaja mi señora. Subimos y subimos. De golpe da marcha atrás y entra en un caminito. Con la luz vemos una casilla de barro y madera con tejas. Al lado una casa en construcción. Bajen sus cosas, vamos a la casita de mis suegros. Yo les vendí el terrenito para que vivan con sus nietas. Bajamos una senda entre gallinas y llegamos a la casa. Una habitación con una cocina y una mesa redonda. Todos colocados como en un escenario: Lucía, su mujer, Joana y Maira, sus hijas de ocho y doce años, y sus suegros. José, el abuelito, es muy gracioso y curioso. Quiere saber donde está España y le dibujo un mapa del mundo. Él no sabe del Océano y continentes, se maravilla de que el mundo pueda ser tan grande. Le extraña que el sol no se ponga a la vez en todo el mundo.

Nos ponen un pescado escabechado sobre arroz. Nosotros hemos traído dos dólares de pan, cerveza, un queso, un paquete de jamón york y dos cervezas. El abuelo se apunta a la cerveza. Para ellos es un lujo, comen con jugos de fruta o avena. Las niñas nos miran como extraterrestres. Cuando hago una broma no acaban de creerselo.

Vienen con un montón de tablas y nos montan una cama. Ponen dos colchones, una sábana bajera y una manta. Las paredes no llegan al techo y entran bichos, algún escarabajo volador. Mejor no pensar en el insectario que vimos en Quito. Ponemos nuestras sábanas y la mosquitera. La atamos a la manguera de la bombilla, así dormiremos tranquilos. Beni le pregunta a Maira ¿dónde puedo hacer pis? Pues fuera ¿dónde va a ser?. Salimos, el cielo parece que se ha venido abajo, la estrella más pequeña es como nuestro Venus. Yo nunca había visto tantas estrellas, nunca había sentido su presencia con esa fuerza. Tintinean como luciérnagas. Nos dormimos oyendo los grillos, cuyo sonido no se parece nada al de los nuestros.

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