viernes, 18 de enero de 2013

cuenca


Me despierta la luz del día, he dormido de maravilla en estas sábanas bordadas. Suenan las campanas. Me asomo a la ventana. Ahí abajo se ve el plano de un monasterio: el huerto con maíz, invernaderos y algún santo, el claustro de donde salen palmeras y las viviendas del lado opuesto a la fachada. Esta vista da el nombre de El Monasterio al hotel. Por encima sale la mole de Santa Ana de los Ríos de Cuenca desde la fachada sur, de ladrillos vistos y cúpulas azules sobre paredes blancas.

Paseamos por las calles del centro y el río. Las riberas son de hierba y arboles como sauces, almeces, flamboyanes, álamos negros y otros desconocidos de los que guardo hojas. La corriente baja con fuerza. Pasamos el Puente Roto y cruzamos por el de Todos los Santos, allí hay un muro inca, con esa forma tan limpia de encajar las piedras sin argamasa, como un puzle.

Muchas casas tienen patios de dos pisos, como las de Almagro: columnas abajo y corredor con barandilla arriba. Pasamos a muchos de ellos. Comemos en uno una sopa verde y carne con frijoles. El zumo es de mora y papaya, muy rico. La estrella es un dulce de higo típico del Carnaval de Cuenca. Es de un color café verdoso en una salsa dulce. Es fuerte de sabor y de textura agradable.


Buscando la calle Larga encontramos una antigua peluquería con tres empleados de una media de 70 tacos, los tres con bata blanca. Los sillones son de madera oscura adornada con volutas. Asiento y respaldo de piel roja. No tengo más remedio que entregarme a sus manos. Me ponen la almohadilla y me tumbo con un paño blanco protegiéndome la camiseta. Abundante espuma. Tres pasadas de navaja de mano con masaje con la mano izquierda, a contrapelo. Con cuidado me busca y toca los puntos importantes de la cara y cuello mientras todos oímos un partido del Barcelona de aquí, de Ecuador. Yo estoy pensando en una vida en Cuenca, donde nos hospedamos en una suite del Hotel Capitolio y me afeito cada dos días. Entonces, este señor y yo mantenemos una conversación, al tercer, que yo transcribo todas las noches. Salgo del ensueño cuando oigo una voz: ahora sierre los ojitos y una especie de colonia rebajada pulverizada cae sobre mi cara y me hace rabiar. A la vez el peluquero me da aire con un paypay. Beni se descojona. Unas tijerillas entran por las ventanas de mi nariz para cortarme los pelos. Un dólar sincuenta sentavos. Le pago, saco la cámara, le digo que se ponga junto al historiado sillón y disparo.

Al atardecer nos metemos al café Austria. Un ecuatoriano redicho cuenta que Cuenca es la ciudad número uno en las preferencias de los jubilados norteamericanos. Su teoría es que silenciosamente están invadiendo la zona. Buscamos la marcheta del sábado. Está todo muerto, sólo guiris en el café junto a la catedral, largas mesas para el menú turístico. El último recurso: La calle Larga, llena de cafés y bares. Todo abierto, pero vacío. Damos por terminado el día.

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