miércoles, 23 de enero de 2013

chiclayo y pimentel


Chiclayo es una ciudad grande, la capital de la región de Lambayeque, con más de 600.000 habitantes, la reina del comercio de una región extensa al norte del Perú. Viva, bulliciosa, con mucho tráfico y bien comunicada.

Se me amanesió nublado. Cambio 100 dólares a 2,84 soles. Como quiera que el ceviche de anoche debe andar por los talones, y de allí para arriba todo es gusa, desayunamos opíparamente café con leche, bizcocho, torta de choclo con ceviche, y un zumo de papaya. La cafetería hace esquina y nos divertimos viendo a la gente pasar y vender. La camarera nos cuenta los ingredientes de la salsa: limón, ajinomoto, sal, cebolla, un poco de ajo y cilantro.

En la catedral se venera a San José María Escrivá. Visitamos el mercado central y mercado de hierbas medicinales, inmenso, donde se pueden encontrar todos los remedios naturales a cualquier mal y todos los olores que pueden esconderse en una caja. Las iglesias son feas. En el Hospital de San Antonio las sillas de ruedas son un apaño con los sillones blancos de plástico que se ponen en las terrazas.











Pillamos un microbús hasta Pimentel, un balneario donde el viento concentra olas grandes y surferos. Tiene un muelle de madera a lo Black Pool, con más de 600 metros en curva por el que alguna vez circularon dos trenes. En la punta se descargan los pescados que llegan en los barcos. La playa es infinita, con mucha gente muy repartida, sin aglomeraciones.

Decidimos dirigir nuestras operaciones desde El Langostino, un chiringuito con terraza a la sombra por la que corre la brisa. Nos pedimos una botella de Inca Cola y un ceviche mixto, al que Beni limpia un poco de coroto y cilantro, y se queda de maravilla. Me pongo a dibujar mientras pincho langostinos, pulpo y pescado (con cebolla morada, yuca, calabaza, maíz y frijoles blancos) y empercudo el cuaderno. En mi línea. Se está tan bien aquí que decidimos quedarnos toda la tarde. Estoy sin cámara y me pongo a dibujar como loco: la playa con el muelle, las barcas de madera y totora, la gente del bar.





Las camareras son dos chavalas muy simpáticas que se ríen de mis palabras como si fuera un extraterrestre. Les digo que colecciono las tapitas de las botellas y me traen mogollón. Se llaman Rosa y Cintia, y no pasan de los catorce. Me piden un dibujo en un papel cuadriculado y yo les pido maíz tostado de tapa con la segunda Inca Cola helada. Dibujo a un guiri rojo comiendo langostinos con dos putitas gordas y a todos los niños que aparecen vendiendo cigarrillos sueltos, chupa chups, chicles, conchitas, pulseras y collares de semis y barquitas de madera. Mi favorita es Vanesa, guapa y lista como ella sola. A ella le compramos el primer cigarro que nos fumamos en el viaje. No está bueno. Le digo que si puedo devolvérselo.

La bruma lleva al fondo las barcazas. En la capa más cercana los surferos cogen las olas y la gente de la playa se convierte en siluetas, sobre ese agua de mercurio. Todo se pone gris y casi desenfocado. Entonces es cuando cogemos nuestro colectivo a Chiclayo.

 

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