jueves, 4 de octubre de 2012

san juan de chamula y ska por los estudiantes asesinados


En las calles laterales del mercado, al norte de la posada, hay una estación de colectivos; entre ellos está el de San Juan de Chamula, a siete pesos por persona. Los pasajeros llevan sombreros blancos y ellas soguillas, faldas negras peludas de oveja merina y sandalias de goma. Todo está verde, huertas y plantaciones de maiz. Casetas, bares en paradas con anuncios de coca cola. Lavan la ropa en el río y una india su larguísimo pelo negro. Paramos en el zócalo de Cholula. El balcón del ayuntamiento está lleno de indios de poncho negro y sombrero blanco. Abajo nos dan los boletos para visitar la iglesia, es grande como las antiguas acciones, llena de advertencias para no fotografiar dentro. Atravesamos los puestos de calabazas secas, maracas y semis, hacia la iglesia de fachada blanca con remates de vivos colores. Un señor de poncho blanco nos corta los boletos como en el cine.

Al entrar, una escena teatral en una fuerte atmósfera de incienso volátil iluminado por los rayos del sol. Pisamos unos senderos hechos con agujas de pino. A ambos lados, pequeñas velas en el suelo, muchas, e indios e indias arrodillados, huevos, botellas de pepsi y alguna gallina muerta. Recuerda la morada de Marlon Brando en Apocalypse Now. No hay bancos y rezan una lengua que desconocemos. Los laterales están llenos de cajas de madera y cristal que albergan santos con velas y su nombre escrito toscamente: Santo Domingo, San Judas, Santo Domingo el menor, Manuelito, Virgen de la Magdalena... Llevan vestidos de raso brillante. Dudamos que las estatuas representen personas, por santos que sean, como si sólo fuera un culto a las estatuas. Avanzamos despacio, como en la jungla. Algunos tocan las maracas y otros beben pepsi y eructan sonoramente. ¿Cómo mirar esto, como extraños espectadores de lo íntimo o del teatro para blanquitos dolarizados?

Llega un camión de guiris y salimos a escape. Chavalillos quieren un peso y piden con cuatro palabras aprendidas del español. Visitamos una iglesia en ruinas y un pequeño cementerio de cruces de colores. Agujas de pino sobre las tumbas. Una mujer vende postales antiguas. Le compramos una preciosa mula hecha con la tela de los ponchos. Volvemos al zócalo y cogemos el colectivo a San Cristóbal.

Cerveza en el bar Revolución. Comemos en el patio soleado del Salsa Verde. Sopa, crema de chipotle, cecina de res, costillas sabrosas con cilantro, y piña. Merece la pena el Museo Na Bolom (La Casa del Jaguar), donde vivieran la antropóloga y fotógrafa Trudy Duby Blom y su marido el arqueólogo Franz Blom, un sitio agradable con una buena colección de fotos de los grupos indígenas de la Selva Lacandona. También tiene biblioteca, jardín con vivero y hotel.

El cementerio es como la maqueta de una ciudad, con casas pequeñitas de colores, coloniales y modernas. Cogemos un colectivo hasta el Zócalo. En el patio del ayuntamiento unos chavales tocan ska  mexicano ante muchos seguidores, chavitos que saltan y se empujan como locos al ritmo sincopado y divertido, y callan a los boleristas del quiosco. Y luego los machitos Molotov matarile al maricón y, en una gran pantalla, la matanza de estudiantes del dos de octubre del 68, en la Plaza de las Tres Culturas del DF, de la que hoy es su aniversario.

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