miércoles, 25 de enero de 2012

con los chankas a la capi inca


 Cati. Ella sola lleva el hostal La Cruz del Sur. Limpia las habitaciones y pasillos, lava las sábanas y las cuelga, hace las camas, inscribe a los viajeros, les abre y les cierra la puerta a la hora que sea, los despierta por la mañana, los recibe a altas horas. Cati trabaja día y noche, siempre con una sonrisa.
Nos despierta  a las cinco y cuarto, aquí ya es de día, el granizo de ayer dejó la estación llena de barro y basura. Llegan los mototaxis cargados con sacos de patatas, cebollas y maletones que meten en la bodega de nuestro bus (luego se tambalea en esas curvas del abismo y nos acojonamos). Partimos a su hora. Otro viaje apasionante por los Andes. Llevamos varios días y seguimos con la boca abierta, especialmente en las bajadas en que vemos esos grandes valles desde los picachos nevados (más de 6.000 metros) hasta la profundidad del río (Ayacucho a 2.750 metros), de una sola mirada.
Seguimos en el Expreso de los Chankas, hoy con una adolescente con mantita blanca y corazones rosas, bolso rosa y una carpeta de dibujos coloreados de Hello Kitty. Atrás una familia de cuatro dormidos en dos asientos. El único gringo, además de nos, que nos acompaña en el viaje (que dibujo comiendo) y un señor que va de pié pues se baja donde el monologuista melodramático (terrible historia la suya, señores tengan cuidadito con el gas) que nos hace llorar a todos y se lleva un solesito de cada. Y por último las dos pedorras con la ventana abierta, que nos tienen helados, que les compran todo tipo de hierbas a los vendedores de última hora.
Hoy vemos muchos caballos en manadas, muchas llamas y vacas, y algunos chanchos atados. Comemos tortilla de carne sobre arroz blanco, rica.

Cuzco, o Cusco (3.326 metros), impresiona entre las montañas. Ya os conté que el dios Inti creó al Adán y Eva de los incas en la isla del Sol, en el lago Titicaca. Este Adán se llamó Manco Cápac y tuvo que buscar un sitio donde clavar hasta hundirse la vara dorada de su jefe, y allí asentarse. Ese sería el ombligo del mundo: qosqío, Cuzco. La capital del Imperio Inca, la ciudad poblada ininterrumpidamente más antigua de América.
Es una ciudad ondulada y bonita. De construcciones blancas y de piedras gris rojizas. Más iglesias que devotos. El encalado blanco de las casas con portales y frisos de piedra, y balcones y puertas de añil, y las iglesias de piedra sin mampostería, me recuerdan mucho a mi tierra, a Villanueva, a Almagro. Pueden verse muchos muros incas, de factura impecable y las iglesias sobrepuestas con las piedras colocadas más a lo bestia, una vulgaridad comparada a la elegante sillería inca. Lo que queda del Palacio Inca y su guinda católica son un claro ejemplo.
Aún se respira esa reivindicación indígena, con su bandera multicolor, volviendo a los nombres quechuas y aimaras, a las rutas incas, al turismo cultural inca contra lo colonial.
Su Plaza de Armas es impresionante. Un prado rodeado de iglesias rojizas y soportales. Allí conocemos a Yohana, una niña pequeña que vende cigarrillos sueltos que lleva en una cajita de cartón colgada del cuello. Le gusta mi cuaderno y se lo tengo que enseñar desde el día uno. Quiere estar en él, y la dibujo; pero antes de terminar salen ella y sus compañeras corriendo porque viene la policía.
En una pequeña manifestación gritan: Quechuas, aimaras, unidos, jamás serán vencidos. Luego homenajean a los tupamaros caídos en esta plaza y que recuerda una cruz caída sobre la hierba.
Otro personaje recurioso es el Niño Doctorsito, la magen más visitada de la Merced. Colas hay de devotos que se santiguan y rezan ante este niño coronado de vestido blanco de encajes rodeado de juguetes y un ángel de la guarda. Es el médico de Santa Rosa de Lima.





Me quedo solito y sin cigarrera. Me siento en un banco y me propongo dibujar las fachadas de la plaza, pero me quedo en la Merced, quizás siga mañana. Ahora hay gusa.
Damos un paseo. Hay mucha gente por las calles. Los estudiantes de Ayacucho se han convertido en argentinos, chilenos y más guiris a lo Manu Chao. Retirándonos un poco, la cosa vuelve a la normalidad. Vuelven los restaurantes de menús baratos. Nos comemos una sopa caliente de sésamo con zanahoria y carne. De segundo, una albóndiga gigante bastante rica. Después un mate de apio, rico. Nos ha sentado bien.

Volvemos al Hostal del Marqués, en la calle del mismo nombre, en una casona donde estuviera el taller del maestro fotógrafo peruano Martín Chambí, de quien, hace unos años vimos una estupenda expo en el edificio de telefónica de la Gran Vía de Madrid. Se entra por una zapatería y se sube a un patio acristalado lleno de fotos colgadas del maestro. Muy buena recomendación de Isabel y Miriam. Si estáis ahí detrás, gracias.

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