martes, 22 de marzo de 2011

indesprendibles

También están los relojes. Los relojes con ese mecanismo sofisticado: los de cuerda, los automáticos. Cuando en cualquier viaje los veo, tan baratos, una fuerza irresistible me llama (como la tarta, desde el frigo, a mi tía Eloísa). Y, a pesar de tener claras instrucciones de no comprar nada en los viajes para no ir cargando, al final caigo. A riesgo de que, al llegar al avión, se paren.
Me sugieren un taller oscuro con una pequeña luz amarilla al fondo, donde unas manos y una cara manejan y mira atentamente con una lupa incrustada en el hueco de un ojo. En Buenos Aires, un viejo relojero los llamaba fantasías.

Estos son unos cuantos: el chino en que Mao mueve el brazo cada segundo ante la multitud, el soviético, comprado a una rusa en Teruel, el cairota, la imitación vietnamita, el de Estambul, el de Londres, imitando una marca rusa, el automático que me saldaron en el pueblo... en fin, un motón de maquinuchas de las que no me puedo deshacer.

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